Peripheria: Iglesia en Salida
Pbro. Lic. José Marcos
Castellón Pérez
En diversos medios se ha dado a conocer, en estos últimos días, el linchamiento a presuntos delincuentes, que sin llegar a provocarles la muerte, se les golpea y se les exhibe; estos hechos manifiestan, por una parte, el fracaso del Estado en materia de seguridad y, por otra, el cansancio y hartazgo de unos ciudadanos que no ven garantizados sus derechos. El linchamiento es síntoma de una grave descomposición social y las autoridades habrán de poner mucha atención, pues en una sociedad que aspira a vivir en estado de derecho, sólo el Estado tiene el deber y el derecho de aplicar penas proporcionadas a la gravedad de un delito.
Existe para toda persona el derecho de la legítima defensa cuando hay un verdadero peligro al ver vulnerada la integridad física, siempre con la fuerza proporcionada a la amenaza. Pero ello no puede ser excusa para justificar el linchamiento, porque se da cuando la sociedad está exacerbada por la ineficacia de la autoridad y porque los ciudadanos no tienen el derecho que tiene la autoridad legítima de aplicar la ley. Sin embargo, con el linchamiento, los ciudadanos están exigiendo la intervención eficiente y eficaz del Estado, es decir, de todos los órganos y niveles de gobierno encargados de la seguridad pública.
Las personas que han sufrido un atraco o cualquier violación a sus derechos fundamentales tienen el derecho de ver resarcido el daño, pero muchas veces, se tiene la sensación de ser tratados por quienes imparten justicia como si ellos fueran los delincuentes; se enfrentan a pretextos de jurisdicción, a artilugios legales, a una mala averiguación previa, a la corrupción de ministerios públicos, a jueces maiceados, etc. Esto revela, por desgracia, un Estado fallido, al que la sociedad siente la necesidad de suplir de forma ilegal con el linchamiento.
El Estado es, pues, el garante de la seguridad pública, pero no el único responsable de ella. Todos los ciudadanos somos responsables de vivir en una sociedad pacífica y segura. La educación y la formación de valores indispensables para la concordia social se dan en el seno de las familias. La escuela también es una agente importante para enseñar el respeto y la sana convivencia. La Iglesia, con su acción evangelizadora, también debe incidir en las sanas relaciones sociales. Siempre será un cuestionamiento que nuestra Patria, siendo mayoritariamente cristiana, sea uno de los países más injustos y violentos del mundo. Como Iglesia nos hemos de preguntar ¿Como hemos contribuido con nuestras acciones u omisiones a la descomposición del tejido social? Gracias a Dios todavía tenemos mucho capital simbólico que podemos aprovechar para revertir esta situación abonando valores humanos y cristianos; en nuestro proceso pastoral diocesano se ha tomado conciencia de que evangelizar es llegar a reconstruir el tejido social.

Publicar un comentario