El silencio de la confianza
Llegamos al silencio de la confianza que san Pablo definió enigmáticamente con su expresión a los Romanos “confiar contra toda esperanza”. El alma, habituada ya a no escuchar la respuesta de Dios ni a experimentar su presencia, ahora tampoco descubre su actuar. Pasa el tiempo y Dios no obra. Todo indica que ya no se puede esperar: “contra toda esperanza”.
El silencio de la muerte de Jesús
Podríamos decir que el silencio de la confianza es el silencio de la muerte. Al menos así se presenta en la muerte y sepultura de Jesús. Aparentemente, colgado en la cruz, pero aún en vida, se podría esperar alguna acción del Padre. Pero ahora, en el sepulcro, todo está acabado. El alma se dice, como dijeron los siervos al centurión: “tu hija a muerto, ¿para que molestar al maestro?”. Esa fue también la actitud de las santas mujeres que fueron a ungir el cuerpo del Señor. En realidad, “la unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida”, anota perspicazmente el Papa en su último libro.
En cambio, desde el sepulcro empieza Cristo a hacer todas las cosas nuevas. Cuando parecía que todo Israel había estado en contra de Jesús, aparecen dos israelitas, José de Arimatea y Nicodemo, que se preocupan de Cristo, y le ofrecen un sepulcro nuevo, sin haber sido usado anteriormente, y le dedican hasta cien libras de aroma, cantidad exagerada. “En el instante en que todo aparece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria”, anota el Papa. Y eso se confirmará cuando, “la mañana del primer día, las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él –y ahora de modo real– está de nuevo vivo”. Eso es lo que Dios regala al alma con el silencio de la confianza: cuando no hay opciones para confiar, se inicia el camino para vivir según la vida divina, según el Amor.
El silencio del Amor
Llega el último silencio: el silencio del Amor [con “A” mayúscula]. ¿Acaso Dios no solo no responde, se oculta y deja de obrar, sino que ahora deja ya de amar? Si fuera así, discurrimos, ¿no dejaría de ser Él mismo, pues es Amor? Ciertamente nos encontramos ante la paradoja de querer entender el amor de Dios con nuestro pobre corazón humano. Humanamente se podría entender que, habiendo amado siempre y mucho se llegara a un momentos en el que ya no se pudiera amar más de lo que se ha amado, ya no sería posible dar más de lo que se ha dado. Pero, entonces, si no se da más, ¿significa que ya no se ama?
Sabemos que no es así. Admiramos ciertos matrimonios que, habiéndose dado todo mutuamente, siendo en verdad una sola cosa, no tienen más que darse, simplemente permanecen unidos, viven el uno para el otro, en el amor. ¿Puede suceder esto también en el amor con Dios? Sí, pero es don, todo, todo, todo, es don de Dios. De hecho, todos estamos llamados a ello. Es realizar lo que el padre dijo al hijo mayor: “todo lo mío es tuyo”. Es decir, toda mi vida es tu vida.
En realidad estamos hablando de la vida eterna. Pero no solo de la vida que viene después de la muerte, sino de la vida divina, la vida verdadera que se vive en nuestra alma. Una vida que crea comunión, que nos hace una sola cosa con Dios según el deseo de Cristo: “que sean uno, como nosotros somos uno; yo en ellos, y tú en mí” (Jn 17,22-23).
Y si Dios nos hace uno con Él, ya no hay lugar para darnos más, ya nos ha dado todo lo que puede darnos, Él mismo, todo su Amor [siempre con “A” mayúscula]. El silencio del amor nos lleva a vivir en el Amor.
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