Durante la Audiencia General celebrada este miércoles 26 de agosto en el Palacio Apostólico del Vaticano, el Santo Padre lamentó que los frutos de la tierra no llegan a todos y, en cambio, “es nuestro deber hacer que sus frutos lleguen a todos, no solo a algunos”.
En cambio, la tierra está sometida a una presión medioambiental cerca de ser irreversible fruto de un sistema económico injusto. Explicó que “Dios nos ha pedido dominar la tierra en su nombre. Pero cuidado con no interpretar esto como carta blanca para hacer de la tierra lo que uno quiere”.
“La desigualdad social y el degrado ambiental van de la mano y tienen la misma raíz: la del pecado de querer poseer y dominar a los hermanos y las hermanas, la naturaleza y al mismo Dios”, aseguró.
Señaló que “este modelo económico es indiferente a los daños infligidos a la casa común. Estamos cerca de superar muchos de los límites de nuestro maravilloso planeta, con consecuencias graves e irreversibles: de la pérdida de biodiversidad y del cambio climático hasta el aumento del nivel de los mares y a la destrucción de los bosques tropicales”.
Insistió en que “las propiedades y el dinero son instrumentos que pueden servir a la misión”, pueden emplearse de forma correcta para el servicio al bien común. Pero, en cambio, “los transformamos fácilmente en fines, individuales o colectivos. Y cuando esto sucede, se socavan los valores humanos esenciales. El ‘homo sapiens’ se deforma y se convierte en una especie de ‘homo œconomicus’ –en un sentido peor– individualista, calculador y dominador”.
El Papa Francisco afirmó en su catequesis que “la pandemia ha puesto de relieve, y agravado, problemas sociales, sobre todo la desigualdad. Algunos pueden trabajar desde casa, mientras que para muchos otros esto es imposible”.
“Ciertos niños, a pesar de las dificultades, pueden seguir recibiendo una educación escolar, mientras que para muchísimos otros esta se ha interrumpido bruscamente”.
Asimismo, “algunas naciones poderosas pueden emitir moneda para afrontar la emergencia, mientras que para otras esto significaría hipotecar el futuro”.
Estos síntomas de desigualdad, recordó, “revelan una enfermedad social; es un virus que viene de una economía enferma. Es el fruto de un crecimiento económico injusto, que prescinde de los valores humanos fundamentales”.
“En el mundo de hoy, unos pocos muy ricos poseen más que todo el resto de la humanidad. ¡Es una injusticia que clama al cielo!”, exclamó.
“Nos olvidamos de que, siendo creados a imagen y semejanza de Dios, somos seres sociales, creativos y solidarios, con una inmensa capacidad de amar. De hecho, somos los seres más cooperativos entre todas las especies, y florecemos en comunidad, como se ve bien en la experiencia de los santos”.
Hizo hincapié en que “la esperanza cristiana, enraizada en Dios, es nuestra ancla. Ella sostiene la voluntad de compartir, reforzando nuestra misión como discípulos de Cristo, que ha compartido todo con nosotros”.
Por último, invitó a mirara hacia las primeras comunidades cristianas “que como nosotros vivieron tiempos difíciles. Conscientes de formar un solo corazón y una sola alma, ponían todos sus bienes en común, testimoniando la gracia abundante de Cristo sobre ellos. Que las comunidades cristianas del siglo XXI puedan recuperar esta realidad, dando así testimonio de la Resurrección del Señor”.
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