Las partes de la misa: La consagración (Tercera parte)

Frutos de la unión con Cristo Eucaristía

En la consagración, al unirnos íntimamente a Cristo, se da como fruto, en primer lugar, nuestra santificación. En segundo lugar se da como fruto nuestra fecundidad. “El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” Jn 15, 5.

La consagración, entendida como la unión de los corazones, realiza las bodas del Cordero con su Iglesia (Ap. 19, 7). Nuestra alma se presenta como esposa que desea la unión con el amado (Cant 3, 1). A la Misa también se le conoce como el banquete de bodas del Cordero. Cristo, Cordero de Dios, se sacrifica en el altar. Esta vez no lo hace solo. Su esposa, cada uno de nosotros, nos hemos unido a Él para ofrecernos junto con Él.

Dios se da por entero a su Iglesia, hasta dar la vida por ella. “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos.” Mt 20, 28. Su Iglesia, que somos todos nosotros, nos damos a Cristo hasta dar nuestra pequeña vida por Él también. Esta donación recíproca es la comunión que da vida. “Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado” Cant 2, 16.

Dios fecunda al alma que lo ha acogido como don. Dios da vida en el corazón que se ha dejado penetrar por el fuego de su amor. Cristo, en la unión mística con nuestro corazón, nos hace padres y madres espirituales capaces de dar vida eterna (Jn 10, 10).

Nuestra sangre, unida a la suya, se derrama a la humanidad entera. La gracia que santifica cae en el corazón de nuestros hijos espirituales y los empapa de vida. Los ríos de agua viva corren hasta llegar a los confines de la tierra (Is 59, 19).

Las palabras del sacerdote son las siguientes: Tomad y bebed todos de Él porque éste es el cáliz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados.

Unido a Cristo puedes ser mediador de la alianza de Dios con los hombres (1Tim 2, 5). Duele pensar que nuestros hijos, nietos, sobrinos, nuestros seres queridos, han perdido la fe o se alejan progresivamente de Dios. Tú puedes ser mediador de la alianza de Dios con ellos. Puedes ser puente entre el Señor y aquellos que se han alejado. Lo único que tienes que hacer es ofrecer toda tu sangre, es decir, ofrecer tu vida por ellos. Cualquier sacrificio, por más doloroso y exigente que sea, no tiene el valor de la unión al sacrificio de Cristo en el altar. Esto es lo más valioso. No lo pierdas. Te invito a unirte a Jesús Eucaristía con sencillez y creer.

Al ver el cáliz, lleno de la sangre de Cristo y la tuya, puedes decir estas palabras:

Jesucristo, esposo de mi alma, me presento deseoso de unirme a ti en el cáliz. Permite que mi sangre, unida a la tuya, se derrame por el bien de mis hermanos los hombres. Tus hijos te buscan, empápalos de vida. El mundo necesita de ti, de tu misericordia. No le niegues tu perdón. Tienen sed de ti, sed de tu sangre que los purifique y los salve. Concédeles el don de recibir tu preciosa sangre.

En tercer lugar, gracias a la unión con Jesús en la Eucaristía, podemos ser ofrenda de alabanza agradable al Padre. “También vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo” 1Pe 2, 5.

Aquél que más ha alabado al Padre ha sido Cristo su Hijo (Jn 17, 4). Hemos dicho que nosotros, asimilados en Él, vamos transformándonos progresivamente en hijos como lo fue Jesús (Ef 1, 5). Es por eso que este momento de unión con Cristo nos hace capaces de ser una alabanza para el Padre celestial.

Nadie podía pagar el precio de nuestra justificación. En el pueblo de Israel se ofrecían animales para agradar el corazón del Señor. Se realizaban holocaustos para recibir el perdón, la justificación. Se hacían sacrificios para ofrecer el culto debido a Dios. (Ex 5, 8). Nada de eso era suficiente. La falta era abismal. Nuestra parte de la alianza con Dios siempre era insuficiente. Hasta que vino Jesucristo, Cordero de Dios. Él sí podía pagar porque era Dios mismo. “Como el delito de uno solo atrajo sobre todos los hombres la condenación, así también la obra de justicia de uno solo procura toda la justificación que da la vida.” Rom 5, 18. Su ofrenda de alabanza sí era agradable al Padre. “Cristo, que nos amó y se entregó por nosotros, como ofrenda y sacrificio agradable a Dios.” Ef 5, 2. Nosotros tenemos la posibilidad de unirnos a Él y de ofrecernos como Él. Podemos, también nosotros, ser ofrendas de alabanza agradables al Padre.

Cuando escuches las campanas que indican que se está realizando la consagración recita esta oración:

Señor mío y Dios mío. Padre amado, me presento ante ti deseoso de agradarte. Quiero ser hijo tuyo como lo fue Jesús. En la unión con Él, por el Espíritu Santo, me ofrezco para ser una ofrenda de alabanza agradable a ti, Padre. Acepta el humilde don de mí mismo.

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