Anticoncepción

(346) Sínodo 2015. Relatio final 62-63: la anticoncepción sigue (I)

–¿Cómo que sigue?

–Quiero decir que el Sínodo 2015 no enfrenta con fuerza la peste de la anticoncepción.

Al terminar el Concilio Vaticano II,  se produjo una gran crisis en torno a la encíclica Humanæ vitæ (1968) del papa Pablo VI, que afirmando que en el matrimonio es indisociable el amor y la apertura a la procreación, condena en forma absoluta toda forma de anticoncepción artificial: ésta es en el matrimonio intrínseca y gravemente pecaminosa, y ninguna circunstancia puede hacerla lícita. Hubo muchas otras crisis graves –el Catecismo holandés, el Concilio pastoral de Holanda (1967-1969) y otras–. Pero la resistencia intraeclesial y mundial contra la Humanæ vitæ fue, y sigue siendo, especialmente escandalosa. Merece la pena que hagamos un poco de historia.

Pablo VI tiene plena conciencia de que su encíclica sólo confirma «la doctrina de la Iglesia» sobre el matrimonio. Muchos teólogos y no pocos Obispos, desde años antes, habían logrado generar un estado de opinión favorable a la aceptación moral –en ciertas condiciones– del uso de los anticonceptivos, por esos años notablemente perfeccionados y difundidos en la sociedad. Y ése fue también el dictamen de las Comisiones asesoras del Papa previas a la encíclica.

Pero para sorpresa e indignación de muchos, el Papa, fortalecido por Cristo en la fe, reafirmó la doctrina de la Iglesia Católica.«En virtud del mandato que Cristo Nos confió» (6), enseña «la doctrina moral sobre el matrimonio propuesta por el Magisterio de la Iglesia con constante firmeza» (6). Enseña «la doctrina de la Iglesia» sobre el matrimonio (20, 28, 31). Pero en tan gravísima situación, el Beato Pablo VI, sabiendo muy bien que en el mundo y también en la Iglesia las mayorías le son contrarias, continúa y confirma la doctrina católica con la autoridad de su Magisterio supremo, que esta vez actúa ex sese, más bien que ex consensu Ecclesiæ, según los términos del Vaticano I.

La Humanæ vitæcontinúa en perfecta homogeneidad la enseñanza de la Tradición, de la Casti connubii (Pío XI, 1930) y con las enseñanzas de Pío XII; las mismas que San Juan Pablo II declara más tarde en la exhortación postsinodal Familiaris consortio (1981) y en el Catecismo de la Iglesia Católica (1992).

Publicada la encíclica, inmediatamente se le viene encima a Pablo VI el mundo y buena parte de la Iglesia, como ya él se lo esperaba: «Se puede prever que estas enseñanzas no serán quizá fácilmente aceptadas por todos: son demasiadas las voces –ampliadas por los modernos medios de propaganda– que están en contraste con la de la Iglesia» (HV 18).

Antes de la Humanæ vitæ la grave maldad de la anticoncepción era doctrina común enseñada por los moralistas católicos y también por los protestantes. El P. Bernhard Häring, redentorista alemán (1912-1988), por ejemplo, en su obra La Ley de Cristo (I-II, Barcelona, Herder 19654), que fue considerada como una renovación de la teología moral clásica, enseña que el uso de preservativos «profana las relaciones conyugales».

Del onanismo dice –refiriéndose al mal uso del matrimonio– que «sería absurdo pretender que tal proceder se justifica como fomento del mutuo amor. Según San Agustín, no hay allí amor conyugal, puesto que la mujer queda envilecida a la condición de una prostituta» (II,318). Por el contrario, «la continencia periódica respeta la naturaleza del acto conyugal y se diferencia esencialmente del uso antinatural del matrimonio» (316).

Pero por esos años se difunden expectivas generalizadas de que la Iglesia Católica cambiará su doctrina, como lo habían hecho ya no pocas confesiones protestantes. El cambio doctrinal en éstas se inicia en 1930, cuando en la Conferencia de Lambeth los obispos anglicanos aceptan el uso de los anticonceptivos en ciertas situaciones. El cambio fue logrado por una minoría muy activa, liderada por el portavoz de la Comunión anglicana en Londres, Reverendo William R.Inge, miembro de la Sociedad de Eugenesia inglesa, admirador de la obra de Margaret Sanger Woman and The New Race (1920). Gran parte de las comunidades protestantes «liberales» hacen suyo este cambio doctrinal, presionadas hábilmente por este lobby progresista.

* * *

La Humanæ vitæ fue pésimamente recibida. La resistencia a «la doctrina de la Iglesia», concretamente en lo relativo a la anticoncepción, se manifestó en seguida: una rebeldía no sólo latente, sino patente y escandalosa. Mes y medio después de publicada, aunque parezca increíble,el P. Häring hace un llamamiento general a resistirla:

«Si el Papa merece admiración por su valentía en seguir su conciencia y tomar una decisión totalmente impopular, todo hombre o mujer responsable debe mostrar una sinceridad y una valentía de conciencia similares… El tono de la encíclica deja muy pocas esperanzas de que [un cambio doctrinal] suceda en vida del Papa Paulo… a menos que la reacción de toda la Iglesia le haga darse cuenta de que ha elegido equivocadamente a sus consultores y que los argumentos recomendados por ellos como sumamente apropiados para la mentalidad moderna [alude a HV 12] son simplemente inaceptables… Lo que se necesita ahora en la Iglesia es que todos hablen sin ambages, con toda franqueza, contra esas fuerzas reaccionarias» (La crisis de la encíclica. Oponerse puede y debe ser un servicio de amor hacia el Papa: «Common Weal» 88, nº20, 6-IX-1968; art. reproducido en muchas revistas católicas, como la de los jesuitas de Chile, «Mensaje» 173, X-1968, 477-488).

La coalición contra la Humanæ vitæ invade en seguida gran parte de las cátedras y publicaciones católicas. Una declaración, por ejemplo, de la Universidad Católica de Washington, encabezada por el P. Charles Curran, y apoyada por unos doscientos «teólogos», rechaza públicamente la doctrina de la encíclica contraria a la anticoncepción («Informations Catholiques Internationales», n. 317-318, 1968, suppl. p.XIV). Luego lo veremos con más detalle. Este rechazo de la doctrina católica sigue vigente hoy en gran parte de la Iglesia católica.

La oposición de algunas Conferencias episcopales fue especialmente escandalosa. En 1968 se produce en Francia, y un poco en todo el mundo, la Revolución de mayo. Y ese mismo año, en julio, estalla en la Iglesia la crisis de la Humanæ vitæ. Es un momento en el que se hace obligatorio poner la esperanza en la rebeldía y el cambio. La resistencia de algunos Episcopados, expresada normalmente en formas reticentes y ambiguas, va a tener una consecuencia histórica enorme. La descristianización del Occidente recibe en esta ocasión un gran impulso. Con diversos matices y argumentos, varios Episcopados, como los de Alemania occidental, Austria, Bélgica, Canadá, Escandinavia, Francia, Holanda, Indonesia, Inglaterra y Gales, Rodhesia, aunque en esa hora crítica aceptan doctrinalmente la encíclica, consideran pastoralmente que, al no ser una declaración pontificia infalible, no cabe excluir absolutamente un posible disentimiento, de modo que, en casos gravemente conflictivos, será preciso remitir el discernimiento del problema a la propia conciencia de los cónyuges. Así, por ejemplo, los Obispos escandinavos: «que ninguno, por tanto, sea considerado como mal católico por la sola razón de un tal disentimiento».

Todavía en esos años, sin embargo, la mayoría de los Episcopados católicos declara su aceptación de la encíclica, pero gran parte de ellos, cada vez más, tolera pasivamente la disidencia. El P. Marcelino Zalba, S.J., cuyo informe fue decisivo para la elaboración de la Humanæ vitæ, en su estudio Las Conferencias episcopales ante la Humanæ vitæ (Cio, Madrid 1971, pg. 192), afirma que si se mira el número de Obispos de las diversas Conferencias, se aprecia que son muchos más los Obispos que aceptan claramente la inmoralidad absoluta de la contracepción que aquellos que se muestran reservados o reticentes: «hemos calculado grosso modo que [son] unos 1.300 frente a unos 300-350» (Zalba, pg. 192).

Sin embargo, la resistencia activa o pasiva a la doctrina de la Iglesia, promovida sobre todo por las Iglesias locales de los países más ricos e influyentes de la Iglesia, irá consiguiendo que la disidencia contra la moral conyugal católica, más o menos acentuada, se vaya haciendo en esos años primero lícita, y poco más tarde casi obligatoria para los católicos ilustrados o para cualquier movimiento de renovación y vanguardia. Más bien será la ortodoxia doctrinal la que se vea proscrita casi en todas partes.

La doctrina católica del Magisterio apostólico afirma con toda claridad que «es intrínsecamente mala “toda acción que se proponga como fin o como medio hacer imposible la procreación”» (Catecismo 2370; cf. Humanæ vitæ 14). Pero muchos, hasta el día de hoy, siguen alegando argumentos teológicos –conflicto de deberes, mal menor, primacía de la conciencia, ideal y gradualidad, etc.–, hasta conseguir que se afirme lo contrario de lo que la Iglesia ha enseñado siempre y hoy enseña con absoluta firmeza. Son muchos hoy los que, hablando o callando, enseñan a los matrimonios para que puedan cometer habitualmente un grave pecado con toda paz, sin gravar su conciencia.

* * *

El «caso Washington», antes aludido, es muy especialmente significativo. George Weigel informa detalladamente cómo fue la crisis de la Humanæ vitæ en la archidiócesis de Washington, y concretamente en su Catholic University of America, donde, ya antes de publicarse la encíclica, se había centrado la impugnación del Magisterio (El coraje de ser católico, Planeta, Barcelona 2003,73-77).

«Tras varios avisos, el arzobispo local, el cardenal Patrick O’Boyle, sancionó a diecinueve sacerdotes. Las penas impuestas por el cardenal O’Boyle variaron de sacerdote a sacerdote, pero incluían la suspensión del ministerio en varios casos».

Los sacerdotes sancionados apelan a Roma, y la Congregación del Clero, en abril de 1971, recomienda «urgentemente» al arzobispo de Washington que levante las aludidas sanciones, sin exigir de los sacerdotes una previa retractación o adhesión pública a la doctrina católica de la encíclica. Esta decisión, inmediatamente aplicada, fue seguida de largas negociaciones entre el Cardenal O’Boyle y la Congregación romana.

«Según los recuerdos de algunos testigos presenciales, todos los implicados [en la negociación] entendían que Pablo VI quería que el “caso Washington” se zanjase sin retractación pública de los disidentes, pues el papa temía que insistir en ese punto llevara al cisma, a una fractura formal en la Iglesia de Washington, y quizá en todo Estados Unidos. El Papa, evidentemente, estaba dispuesto a tolerar la disidencia sobre un tema respecto al que había hecho unas declaraciones solemnes y autorizadas, con la esperanza de que llegase el día en que, en una atmósfera cultural y eclesiástica más calmada, la verdadera enseñanza pudiera ser apreciada». Pero estos años de calma no llegaron nunca.

* * *

La disidencia tolerada se impone. Casos como éste, y muchos otros análogos producidos sobre otras cuestiones en la Iglesia Católica, enseñaron a los Obispos, a los Rectores de seminarios y de Facultades teológicas, así como a los Superiores religiosos, que en la nueva situación creada no era necesario aplicar las sanciones previstas en la ley canónica a quienes en la docencia o en la predicación pastoral y catequética se oponen a la enseñanza de la Iglesia (Código de Derecho Canónico c.1371). Más aún, todos entendieron que era positivamente inconveniente defender del error al pueblo cristiano con estas sanciones, si ello podía traer escándalos o aunque solo fueran tensiones y conflictos en la convivencia eclesial. «Paz, paz» (Jer 4,10; 6,14; 9,8; Ez 13,10)…

También los profesores de teología, religiosos y laicos líderes aprendieron con estos acontecimientos que era posible impugnar públicamente graves doctrinas del Magisterio apostólico sin ninguna consecuencia negativa. Se hacía, pues, posible enseñar, predicar y escribir contra la doctrina propuesta solemnemente por el Papa como «doctrina de la Iglesia», sin que ello trajera sanción alguna. La presunta licitud de la disidencia corrió por los ambientes universitarios y pastorales de la Iglesia como una buena nueva de «libertad».

Conocí yo por ese tiempo el caso de un moralista que al publicarse la encíclica Humanæ vitæ resolvió en conciencia abandonar la enseñanza que venía impartiendo en una Facultad de Teología. Pero poco más tarde, viendo la deriva de la situación, decidió continuar en su docencia, al comprobar que estaba permitido disentir públicamente de la doctrina de la Iglesia.

La disidencia privilegiada da un paso más adelante. En pocos años la disidencia teológica, al menos dentro de ciertos límites, pasó de ser tolerada a ser privilegiada en bastantes medios eclesiales. Es la situación actualmente vigente en algunas Iglesias locales del Occidente.

El P. Häring (1912-1998), por citar el ejemplo de un disidente próspero, se jubila gloriosamente como profesor de la Academia Alfonsiana en 1987. Y todavía en 1989, exige que la doctrina católica sobre la anticoncepción se someta a consulta en la Iglesia, pues acerca de la misma «se encuentran en los polos opuestos dos modelos de pensamiento fundamentalmente diversos» («Ecclesia» 1989, 440-443). Dice la verdad: son modelos de pensamiento totalmente diversos e irreconciliables: el protestante y el católico. Y aún le queda ánimo para arremeter con todas sus fuerzas contra la encíclica Veritatis splendor (1993), especialmente en lo que ésta se refiere a la regulación de la natalidad: «no hay nada […] que pueda hacer pensar que se ha dejado a Pedro la misión de instruir a sus hermanos a propósito de una norma absoluta que prohibe en todo caso cualquier tipo de contracepción» («The Tablet» 23-X-1993).

La ortodoxia perseguida en la Iglesia es un fenómeno histórico inexorablemente unido a la disidencia o la herejía tolerada. En ese marco histórico el teólogo fiel a la doctrina y a la tradición de la Iglesia será generalmente estimado como representante lamentable de una teología caduca, superada, meramente repetitiva, ininteligible para el hombre de hoy, sea éste creyente o incrédulo. Por el contrario, el haber tenido «conflictos con la Congregación de la Fe, el antiguo Santo Oficio», marcará en el curriculum de los autores un sello de excelencia. Así ocurrió, por ejemplo, en el caso de un Schillebeeckx, otro disidente próspero, que antes de morir escribe Soy un teólogo feliz (Soc. Educ. Atenas, Madrid 1994).

«Tiempos recios», en la expresión de Santa Teresa (Vida 33,5).

«En estos tiempos son menester amigos fuertes de Dios para sustentar a los flacos» (15,5).

* * *

El Cardenal Franjo Seper, croata, siendo Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe, escribía en 1972 estas palabras al padre Mikvlich:

«Me causa gran gozo que esté usted empeñado en el buen combate de la ortodoxia en materia de educación religiosa. No hay duda de que […] se han traspasado todos los límites de lo tolerable. Hace poco tuve en las manos un “Catecismo” holandés, que no tenía nada que ver con la religión cristiana. […] Soy incapaz de adivinar cuánto tiempo durará entre los católicos la locura actual […] Pienso que un día nuestros católicos volverán a la razón. Pero, ¡ay!, me parece que los obispos, que han obtenido muchos poderes para ellos mismos en el Concilio, son muchas veces dignos de censura, porque, en esta crisis, no ejercen sus poderes como deberían. Roma está demasiado lejos para intervenir en todos los escándalos, y se obedece poco a Roma. Si todos los obispos se ocupasen seriamente de estas aberraciones, en el momento en que se producen, la situación sería diferente. Nuestra tarea en Roma es difícil, si no encuentra la cooperación de los obispos». Quejas semejantes expresó el Cardenal Ratzinger cuando era Prefecto de la Congregación de la Fe.

* * *

La anticoncepción acaba imponiéndose en la mayoría de los matrimonios católicos, al menos en muchas Iglesias locales de Occidente. Podría resumirse esta operación degradante en tres pasos. 1º.-La pastoral se desvincula de la doctrina en estas cuestiones, de tal modo que se consigue derrotar el Magisterio apostólico de la Iglesia por la vía de los hechos. 2º.-La pastoral tolera la anticoncepción, guardando un silencio sistemático de la moral conyugal católica en la predicación, en el confesonario, en las publicaciones, en los cursillos prematrimoniales, donde, en el caso de que se mencione, sólo se ofrece, por ejemplo, la regulación natural de la fertilidad como una opción más –la menos viable– entre otras posibles, que la conciencia de los cónyuges debe elegir. 3º.-Combatir en el plano de la doctrina la moral conyugal católica se hace por tanto innecesario, porque, de hecho, ya se ha conseguido derrotarla por la vía pastoral. Así está el patio.

En 2003, el Obispo de San Agustín, en Florida (USA), Mons. Víctor Galeone, afirma en una pastoral sobre el matrimonio que «la práctica [de la anticoncepción] está tan extendida que afecta al 90% de las parejas casadas en algún momento de su matrimonio… No es un fallo suyo [de los cónyuges]. Con raras excepciones, debido a nuestro silencio, somos los obispos y sacerdotes los culpables».

* * *

La anticoncepción, profanando el matrimonio y la familia, causa en ellos graves estragos. Es quizá su principal enemigo. Parece, pues, que la Iglesia en un Sínodo del matrimonio y de la familia tendría que denunciarla y combatirla con todas sus fuerzas. Pero no ha sido así. La Relatio finalis en sus números 62 y 63, donde trata de La trasmissione della vita, nos hace pensar en un niño que se acerca a un tanque enemigo para atacarlo armado de un tirachinas.

No se llama a la conversión. Y la anticoncepción sigue.

José María Iraburu, sacerdote

Índice de Reforma o apostasía

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