HOMILÍA
XVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Ciclo A
Is 55, 1-3; Rom 8, 35. 37-39; Mt 14, 13-21.
“Denles ustedes de comer” (Mt 14, 16).
In láak’e’ex ka t’aane’ex ich maaya, kin tsikeke’ex yéetel ki’ikmak óolal. U a’alaj t’aano’ob Isaías u tial jun túul kue’ ku tséentik le máaxo’ob u dsa’ama’ u yóolo’ob ti’Leti’, ku yéesikto’on te’ Kili’ich Ma’alob Péektsilo’, le ka tu tséenta’ Jesús ti’ jun p’éel chíikulal ya’abach máako’ob.
Muy queridos hermanos y hermanas, les saludo con el afecto de siempre y les deseo todo bien en Jesucristo nuestro Señor, en este décimo octavo domingo del Tiempo Ordinario.
El santo evangelio de hoy, según san Mateo, inicia cuando Jesús se entera de la muerte del Bautista y sube a una barca para ir a un lugar apartado y solitario. Pero, ¿por qué hace eso? La muerte de Juan (quien fue asesinado por su valiente predicación), tenía que dolerle a Jesús, pues era su pariente, además de ser un gran hombre, elogiado por él mismo cuando dijo: “Entre los nacidos de mujer no ha surgido nadie más grande que Juan el Bautista” (Mt 11, 11). Además, él vino a preparar sus caminos para que encontrara un pueblo bien dispuesto.
Jesús necesitaba un tiempo para estar solo, tal vez para llorar la muerte de Juan, pero también y sobre todo, para orar; porque la muerte de Juan era presagio de la propia muerte que le esperaba en Jerusalén; entonces tenía que preparar su espíritu para enfrentarse con la pasión que le esperaba.
La gente lo vio embarcarse y corrieron por tierra, de tal modo que, al desembarcar Jesús, le esperaba una enorme multitud formada por cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. En Judá, sólo los hombres escuchaban a un maestro en la sinagoga, pero a Jesús lo escuchan también mujeres y niños, sin discriminar a nadie. Parece ser que, en general se trataba de familias que seguían a Jesús. Así es que la multitud era realmente enorme.
A Jesús entonces, le interrumpen su proyecto de soledad, muy justificada y necesaria por lo que estaba viviendo su corazón. Sin embargo, él se sobrepone compadeciéndose de la multitud, sin molestarse en absoluto, curando a los enfermos que había entre ellos. Al atardecer los discípulos se preocupan por la gente, porque deberían ir a buscar algo para comer, después de todo lo que caminaron y todas las horas que habían pasado ahí, y por eso le dicen a Jesús: “Estamos en despoblado y empieza a oscurecer. Despide a la gente para que vayan a los caseríos y compren algo de comer” (Mt 14, 15).
La propuesta de los discípulos era justa y lógica, pues por más que la gente gozara de ver y escuchar a Jesús, debían comer. Sin embargo, Jesús los sorprende con su respuesta: “No hace falta que vayan. Denles ustedes de comer” (Mt 14, 16). Ese mandato de Jesús permanece por los siglos. Si queremos verdaderamente ser prójimos, es decir, “próximos” al necesitado, hemos de esforzarnos buscando ideas y recursos para apoyarlo.
Desde aquella tarde, junto al lago, el mandato de Jesús continúa resonando en nuestros oídos y en nuestro corazón de discípulos. Entre las obras de caridad que la Iglesia ha practicado, sobresale la de dar de comer al hambriento, que es la necesidad más básica para el ser humano. Muchos son los que se desentienden de los hambrientos, y que en situaciones como ésta de la pandemia piensan que dar de comer a los hambrientos es sólo tarea de las autoridades civiles.
Verdaderamente nuestras autoridades han estado muy empeñadas en la repartición de despensas por todo el Estado. De todos modos, los cristianos no podíamos simplemente cruzarnos de brazos, por lo que nuestra feligresía ha respondido con suma generosidad para que los sacerdotes hayan dado de comer, durante estos cuatro meses, a tantos miles y miles de necesitados, especialmente entre los damnificados por las tormentas recientes. Pero la necesidad continúa, y la voz de Cristo sigue resonando: “Denles ustedes de comer”.
La forma en la que Jesús mira al cielo y pronuncia la bendición sobre los panes y los peces, para luego irlos repartiendo a sus discípulos, a fin de que ellos a su vez los repartan a la gente, es una preciosa figura de la Eucaristía, que pronto iba a celebrar con sus Apóstoles, y nos iba a dejar como prenda para hacer presente su misterio pascual en el caminar de la Iglesia. La Eucaristía es el sacramento de la Caridad; por lo que somos llamados a llevar a ella nuestras obras buenas, y de ella sacar inspiración y fuerza para volver a la vida más comprometidos con los necesitados.
Siglos antes de Cristo, Isaías había profetizado la invitación que Dios hacía, para participar en un banquete destinado a todos, aún a los que no tenían dinero. Esto lo hemos escuchado hoy en la primera lectura. La gratuidad es signo del Reino de Dios. La gratuidad es atributo divino. También el hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es capaz de la gratuidad. No todo en la vida es comprar y pagar. La gratuidad nos humaniza. Vivir la gratuidad en la familia o en la amistad, cualquiera podría hacerlo, aunque hay quienes aún en este sector fallan. Vivir la gratuidad con el prójimo, sólo por el hecho de ser hijos de Dios, nos humaniza y diviniza a la vez.
El salmo 144 que hoy proclamamos, exalta la generosidad de Dios con todas sus criaturas al decir: “Bueno es el Señor para con todos y su amor se extiende a todas sus creaturas”. Pues esa generosidad de Dios no sólo es para agradecerla y aplaudirla, sino también lo es para aprenderla y ponerla en práctica en la medida de nuestras posibilidades.
Todo lo que comemos es bendición de Dios, aunque lo consigamos con el esfuerzo de nuestro trabajo. Por eso no hemos de olvidarnos de bendecir al Señor por nuestros alimentos. En cuanto a lo que Isaías profetizaba, más que un banquete de pan, era un banquete de la Palabra de Dios. Dice el texto: “Escúchenme atentos y comerán bien, saborearán platillos sustanciosos. Préstenme atención, vengan a mí, escúchenme y vivirán” (Is 55, 2-3). De igual modo Jesús, cuando dio de comer milagrosamente a las multitudes, lo hizo después de haber alimentado sus espíritus con la predicación de la Buena Nueva. No siempre hubo pan material, pero siempre hubo el pan espiritual de su Palabra.
Por otra parte, san Pablo en la segunda lectura, tomada de su Carta a los Romanos, nos da el testimonio de que nada puede apartarnos del amor de Cristo. Por supuesto que el pecado nos aparta de su amor, pero lo que él nos transmite es que el Espíritu es capaz de fortalecernos para que, si nos lo proponemos, sigamos a Cristo, cueste lo que cueste.
Por su experiencia personal nos dice que no hay nada que nos pueda separar de su amor: Ni las tribulaciones, ni las angustias, ni la persecución, ni el hambre, ni la desnudez, ni el peligro, ni la espada, porque él pasó por todas esas experiencias y logró superarlas. Entonces, con toda humildad y sinceridad reconoce que se puede vencer todo, no por nuestra virtud, sino por el amor de Cristo. Al respecto dice: “Ciertamente de todo esto salimos más que victoriosos, gracias a aquel que nos ha amado” (Rom 8, 37).
Llenos de fe y de confianza en el Señor, podemos proclamar también que, ni la pandemia del COVID-19 podrá apartarnos del amor de Cristo Jesús. María, nuestra Madre asunta al cielo, a la que pronto vamos a celebrar en el misterio de su Asunción gloriosa, nos acompaña en nuestro caminar.
Vayamos orando desde hoy por los tres nuevos sacerdotes que, Dios mediante, ordenaré en la víspera de la Solemnidad de la Asunción.
¡Sea alabado Jesucristo!
+ Gustavo Rodríguez Vega
Arzobispo de Yucatán
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