Juan López Vergara
Nuestra Madre Iglesia presenta un pasaje del santo Evangelio, que nos invita a contemplar con admiración y gratitud el comprometido rostro del Misterio de la Encarnación; el cual implicó que Jesús, el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios, viviera a fondo el proceso de maduración que caracteriza nuestra condición humana; en este caso particular, de cara a la definición de los límites de su misión ante la extraordinaria fe de una compasiva madre que no aceptaba ver sufrir a su hija (Mt 15, 21-28).
Enviado a las ovejas descarriadas de Israel
Jesús se encontraba en territorio pagano, cuando una mujer cananea le salió al encuentro “y se puso a gritar: ‘Señor, hijo de David, ten compasión de mí. Mi hija está terriblemente atormentada por un demonio’” (v. 22). Jesús no le respondió; sus discípulos intervinieron: “Atiéndela, porque viene gritando detrás de nosotros” (v. 23). Jesús les contestó: “Yo no he sido enviado sino a las ovejas descarriadas de la casa de Israel” (v. 24).
La madre no se dio por vencida
La madre de la hija enferma se acercó a Jesús, y postrada le dijo: “¡Señor, ayúdame!” (v. 25). Jesús le respondió: “No está bien quitarles el pan a los hijos para echárselo a los perritos” (v. 26). Jesús entendía que debía dedicarse primero a la salvación de los judíos: hijos de las promesas (cf. Mc 7, 27). Pero la madre de la hija enferma no se dio por vencida y replicó argumentando que también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Jesús, finalmente, se dejó conmover por la fe de la madre pagana, y le concedió el milagro.
El corazón tiene sus razones que la razón no entiende
Cada día constato y valoro más aquella oración de Jesús: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños” (véase Mt 11, 25). Una señora me dijo que acostumbraba leer la Biblia a su madre anciana, exalumna de nuestro Instituto bíblico Católico, pues estaba ya ciega. Cuando leyó este relato, la viejecita percibió con los ojos de su corazón que su hija estaba inquieta, por lo cual le dijo: “No hija, no te inquietes. Es que Jesús aquí no está enseñando, sino aprendiendo del indómito corazón de una madre que se niega a ver sufrir a su hija”.
Jesús, el Cristo, el Señor, el Hijo de Dios, en un acto de suprema libertad se sometió a la ley del crecimiento humano: “Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52); lo cual debe incentivar nuestra más profunda gratitud. Aquella madre ejemplar decidió no creer en todo lo que pudiera constituir un obstáculo para que la acción divina sanara a su hija. Y debido a su generosidad, manifestada en su fe, Jesús actúo, diciendo: “‘Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla como deseas’. Y en aquel mismo instante quedó curada su hija” (v. 28) ¿Acaso esté en lo correcto Pascal al asegurar que “el corazón tiene sus razones que la razón no entiende”?
¡Los pobres, ciertamente,
nos evangelizan!

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