Jesucristo y Pedro


En el evangelio de ayer domingo escuchamos el pasaje de Mateo en el que Jesucristo pregunta a sus apóstoles quién creen que es Él. Fue Pedro, el principal (protos) de ellos, quien toma la palabra y responde: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). Si todo hubiera quedado ahí, podríamos pensar que Pedro había sido capaz de comprender por sí mismo que Jesús era el Mesías prometido. Era hasta cierto punto lógico ya que le había visto predicar con autoridad y obrar milagros. Sin embargo, es el propio Cristo quien indica dónde está la fuente del conocimiento de su apóstol: “Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (MT 16,17).


Efectivamente, muchos otros habían visto más o menos lo mismo de Jesucristo y no creían que fuera el Mesías. Es absolutamente necesario que Dios se lo revele a nuestra alma para que alcancemos a comprender quién es en verdad el Mesías. Más adelante el Señor enviará al Espíritu Santo, quien “dará testimonio acerca de mí” (Jn 15,26). La Trinidad se revela así al hombre. El Padre, por el Espíritu Santo, da testimonio del Hijo, que es en quien vemos al Padre (Jn 14,9) y por quien nos habla el propio Padre (Heb 1,2).


Sin embargo, no fue Pedro el primero en saber quién era Cristo. María fue la primera:



Y ahora, concebirás en tu vientre, y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Este será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin.

(Luc 1,31-33)






El Fiat de la Madre nos trae al Hijo, que es quien nos lleva al Padre. Un Fiat fruto de la gracia eficaz de Dios en la Virgen, sin duda la criatura más perfecta nacida de las manos del Creador. Mas ella no queda sola en la tarea de dar a conocer a su Hijo, pues Cristo mismo indica a sus apóstoles que “vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio” (Jn 15,27). Recibimos pues a Cristo de María y de la Iglesia -Aquella era todo lo que estaba llamado a ser Ésta- por medio de la obra del Padre en el Espíritu Santo.


En el evangelio de Mateo no solo se nos revela quién es Cristo. Él mismo se encarga de revelar quién es Simón:



Y yo te digo a ti que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos.

(Mt 16,18-19)



Aunque evidentemente lo fundamental para la salvación estriba en el conocimiento sobre la persona del Salvador, es el Salvador mismo quien afirma sobre quién edificará la Iglesia, que será su Cuerpo y su plenitud (Efe 1,23), la columna y baluarte de la verdad (1 Ti 3,15), la encargada de dar a conocer la multiforme sabiduría de Dios sea dada a conocer a los principados y potestades en los lugares celestiales (Ef 3,10).


No es de extrañar, pues, que la Iglesia Católica afirme sin lugar a dudas que el primado de Pedro no es un accidente circunstancial que no afecta a la identidad misma de la Iglesia. Así lo explica Pío XII en una de las encíclicas más luminosas del magisterio pontificio de todos los siglos:



… Pedro, en fuerza del primado, no es sino el Vicario de Cristo, por cuanto no existe más que una Cabeza primaria de este Cuerpo, es decir, Cristo; el cual, sin dejar de regir secretamente por sí mismo a la Iglesia -que, después de su gloriosa Ascensión a los cielos, se funda no sólo en El, sino también en Pedro, como en fundamento visible-, la gobierna, además, visiblemente por aquel que en la tierra representa su persona. Que Cristo y su Vicario constituyen una sola Cabeza, lo enseñó solemnemente Nuestro predecesor Bonifacio VIII, de i. m., por las Letras Apostólicas Unam sanctam; y nunca desistieron de inculcar lo mismo sus Sucesores.

(Mystici Corporis Christi, 17)



Y, como consecuencia lógica, añade:



Hállanse, pues, en un peligroso error quienes piensan que pueden abrazar a Cristo, Cabeza de la Iglesia, sin adherirse fielmente a su Vicario en la tierra. Porque, al quitar esta Cabeza visible, y romper los vínculos sensibles de la unidad, oscurecen y deforman el Cuerpo místico del Redentor, de tal manera, que los que andan en busca del puerto de salvación no pueden verlo ni encontrarlo.

(Mystici Corporis Christi, 17)



Por tanto, aunque la Iglesia no está llamada a predicarse a sí misma, tampoco puede no dejar de proclamar aquello que Cristo dice de ella, pues de la misma manera que los miembros de nuestros cuerpos mortales no funcionan al margen de nuestras cabezas, Cristo ha querido unirse esponsal y corporalmente a su Iglesia para llevar ofrecer la salvación a todos los hombres.


De ahí que los padres de la Iglesia enseñaran de forma inequívoca que no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia como Madre. Y de quien no se sujeta a aquel sobre quien Cristo edifica su Iglesia y aquel a quien ha dado toda potestad -entregándole las llaves del Reino-, difícilmente se puede decir que se sujeta al Hijo, nuestro Salvador.


Cum Petro et sub Petro es decir con Cristo y bajo Cristo.


Luis Fernando Pérez Bustamante



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