“¿Quieres ser feliz…? ¡Ensúciate las manos!”, Papa Francisco
Fernando Díaz de Sandi Mora
El trabajo por la felicidad personal es una actividad que nos lleva toda la vida. Siempre estaremos buscando ser felices. Es trillado y obvio hablar de las rutas equivocadas, atajos que el hombre moderno intenta tomar para acceder a la felicidad: el éxito, la fama, el poder, el dinero, el sexo, las adicciones, la apariencia física, son solo algunos de los escenarios apócrifos en donde las personas apuestan su ser y empeñan su alma a cambio de pequeñas y efímeras dosis de alegría, confundidas con la felicidad.
La felicidad, al menos como Dios la ha planeado para nosotros, es más bien un estilo de vida, una forma de moverse en este mundo, aprovechando los dones y talentos, teniendo una actitud humilde, llena de gratitud y de esperanza. En pocas palabras, la felicidad de este mundo, poco o nada tiene que ver que con la felicidad que Dios nos plantea.
Sentirse dichoso, estar bien, tiene más que ver con la parte de disfrutar de la vida, de lo que hay, de poder trabajar cada día en la mejora de nuestro entorno, nuestras familias y de nosotros mismos.
Desde el sermón de la montaña, se prefiguró el deseo del Maestro que delimitó los terrenos de una felicidad auténtica plena y duradera: los pobres de espíritu, es decir, sólo se es feliz cuando estamos siempre dispuestos a aprender algo nuevo, cuando no somos los “sabelotodo”. Los mansos, o sea, sólo somos felices cuando optamos por la paz, cuando renunciamos a la queja, a la crítica, a siempre tener la razón; los que lloran, es decir, los que viven sus emociones, los que se compadecen, los que reconocen sus fallas y aprenden de ellas, los que aceptan pedir ayuda, son aquellos que acceden a la felicidad. Y qué decir de los que tienen hambre y sed de justicia, de los misericordiosos, en donde se proyecta que la felicidad está cifrada en dar, en entregar, en respetar y tolerar al prójimo, en ser justos, pero no jueces ni verdugos. Los limpios de corazón y los que buscan la paz, nos señala que el camino a la felicidad es de los que son soñadores, de los que piensan y trabajan cada día por un mundo mejor; los perseguidos por causa de la justicia o en el nombre de Dios, es decir, sólo es feliz aquel que defiende sus principios y valores, el que no se vende, el que mantiene su fe y respeta las creencias de los demás.
Así, de una en una, aquellas bienaventuranzas siguen vigentes para construir en el ser humano un camino seguro, directo y sin escalas a la felicidad de Dios, a esa felicidad que dura, que se contagia, que permea nuestros escenarios de vida.
En pocas palabras, la felicidad es de quien la trabaja.
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