No se puede ser normal


Normal sobrevalorado Esta mañana, el sacerdote que celebraba la Misa ha dicho algo que me ha gustado especialmente, comentando la lectura de los discípulos de Emaús. Es una de esas frases que llaman la atención y, paradójicamente, son a la vez evidentes y escandalosas: “Después de que uno ha visto al Resucitado, no se puede ser normal".


Por un lado, lo que decía este buen sacerdote es algo maravilloso. El cristiano no es como los demás. Está en el mundo, pero no es del mundo. Cristo no vino a decirnos simplemente que fuéramos buenos, sino a hacer un verdadero milagro con nosotros, a cambiarnos de raíz, a convertirnos a cada uno de nosotros en una criatura nueva, que no se resiste al mal, que ama a sus enemigos, que bendice en lugar de maldecir, que no sirve al dinero, que puede alabar a Dios en medio del sufrimiento y de la muerte, que ama al prójimo como a sí mismo, que vive con los ojos puestos en el cielo, que marcha al fin del mundo a anunciar el Evangelio… Es decir, un “anormal” o, como dice San Pablo, un “tonto por Cristo".



Podemos, incluso, resumirlo de forma aún más escandalosa: los cristianos estamos llamados a ser otros Cristos (¿Cómo? ¿También yo, que soy un desastre, un soberbio, torpe para el bien y hábil para el mal…? Sí, también yo, aunque parezca mentira. Dios todo lo puede). Las palabras del sacerdote me recordaban a la frase de San Agustín: Estote quod videtis. Sed lo que veis. Si hemos visto a Cristo resucitado, si hemos muerto y resucitado con Él en el bautismo, si le recibimos bajo la apariencia de pan, si ponemos nuestros ojos en Él al levantarnos y al acostarnos, al estar en casa y yendo de camino, acostados y levantados, eso quiere decir que estamos siendo transformados en Él, a pesar de nuestra debilidad.


Por otra parte, las palabras del sacerdote también se pueden entender como una terrible acusación. De vez en cuando, se publican encuestas que muestran que los católicos de un país u otro son, a grandes rasgos, igual que los no católicos en temas fundamentales. Y si los católicos votan, se divorcian, codician el dinero, tienen relaciones prematrimoniales, defraudan a Hacienda, abortan, eutanasian, piensan, hablan y actúan como los paganos… ¿No será que en realidad son paganos y están en una situación aún peor que la de los paganos, porque han abandonado la fe que vale más que el oro y la han vendido por un plato de lentejas requemadas y sin sal? ¿No será que viven como si Cristo no hubiera resucitado y son, por lo tanto, los más desgraciados de todos los hombres?


Los que nunca han conocido a Cristo se encuentran en una situación menos clara, pero los cristianos tenemos ante nuestros ojos dos caminos opuestos: servir a Dios o al dinero, buscar el mundo o las cosas de arriba, vivir por nuestras propias fuerzas o vivir de la fe, querer ser como dioses o dejar que Dios nos regale amorosamente eso que queríamos arrebatarle por la fuerza.


Por suerte, en esta octava de Pascua, la elección es más fácil que nunca. ¡Ánimo! ¡Cristo ha resucitado! ¡Verdaderamente ha resucitado!



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