¡No tengáis miedo!


Juan_Pablo_II Me ha hecho una ilusión especial que la canonización de Juan Pablo II, el Papa de casi toda mi vida, se produjera en la octava de Pascua. No sólo porque tanto la Pascua como las canonizaciones invitan a mirar al cielo, sino también porque en este tiempo resuenan en nuestras iglesias y (espero) en nuestros corazones las palabras del Resucitado: No tengáis miedo.


Esas fueron precisamente las palabras que eligió Juan Pablo II cuando fue elegido Papa: “¡No tengáis miedo! ¡Abrid las puertas a Jesucristo!”. Después, las repitió una y otra vez durante los años posteriores, hasta el punto de que quizá podrían considerarse un resumen de su labor como Papa.


Creo que son palabras muy significativas, porque, al comienzo de su pontificado, lo normal habría sido que dijera algo así como: “tengamos miedo, mucho miedo”.



En 1978, la mitad del mundo pertenecía al bloque soviético. ¡La mitad! Medio planeta había adoptado o rendía pleitesía a un sistema esencial y combativamente ateo, en el que los niños eran educados en el más estricto anticristianismo, en el que la Iglesia apenas podía subsistir o directamente estaba prohibida y vivía en las catacumbas, en el que el materialismo se presentaba como la “verdad científica” incontrovertible. La propia patria de Juan Pablo II estaba oprimida bajo la bota comunista y al otro lado del telón de acero.


Los lectores más jóvenes no se acordarán, pero, además de eso, vivíamos con una terrible espada de Damocles sobre nuestras cabezas: la probabilidad real y omnipresente de una guerra nuclear entre las dos superpotencias, que podría, literalmente, acabar en unas horas con la vida sobre la tierra. Recuerdo, de niño, haber oído sobrevolar Madrid a unos aviones especialmente ruidosos y haber pensado “¿serán bombarderos soviéticos?”, rezando después una oración, por si no daba tiempo a más.


Por otro lado, en el “mundo libre”, la sociedad avanzaba de forma igualmente rápida hacia la disolución moral. La revolución sexual del sesenta y ocho había hecho estragos en la sociedad. Las relaciones prematrimoniales, el divorcio, la anticoncepción y todo lo que conllevaban estaban a la orden del día. El aborto era ya “libre” en muchos países tradicionalmente cristianos, como Inglaterra, y cada vez era más aceptado socialmente. Los pensadores oscilaban entre el economicismo marxista y el economicismo capitalista, pero coincidiendo generalmente en que lo verdaderamente importante es el dinero. El relativismo filosófico y moral y el pesimismo existencial avanzaban de forma imparable.


En la Iglesia, las cosas no iban mejor. El caos posconciliar había llegado a su punto álgido. Las vocaciones sacerdotales y religiosas habían caído por los suelos y las secularizaciones de sacerdotes, religiosos y monjas se contaban por miles. El disenso eclesial abierto y seguro de sí mismo estaba de moda. Conferencias episcopales enteras se habían negado a defender la doctrina de la Humanae Vitae. Los países cristianos se apresuraban por convertirse en masa a la religion de Mammón. Innumerables sacerdotes y religiosos habían acabado con todo tipo de devociones populares, tradiciones cristianas y costumbres piadosas, sembrando sus campos de sal, pero sin construir absolutamente nada duradero en su lugar. En multitud de parroquias, asociaciones católicas y colegios religiosos, la política sustituía a la fe. En fin, un desastre.


En ese contexto, con un desparpajo impresionante, Juan Pablo II proclamó ante toda la Iglesia: “¡No tengáis miedo!”. No era una frase bonita, ni un deseo ingenuo, ni una huida de la realidad, sino algo mucho más profundo: el grito confiado de alguien que sabe muy bien de dónde viene el miedo.


La primera vez que se menciona la palabra “miedo” en la Biblia es en el Génesis, justo después del pecado de Adán y Eva: Oí tus pasos por el jardín, respondió él, y tuve miedo porque estaba desnudo. Por eso me escondí. El miedo es hijo del pecado, porque, al final, de alguna forma, todo miedo es miedo a la muerte y la muerte entró en el mundo por el pecado. Tenemos miedo, vivimos con miedo, cuando Dios no está en el centro de nuestra vida. No es de extrañar, porque si Dios no es el centro, nuestro centro son los ídolos y los ídolos nos esclavizan, nos oprimen y nos matan.


Juan Pablo II sabía que Cristo ha resucitado y si Cristo ha resucitado, ¿quién nos podrá separar del amor de Dios? Sabía que la verdadera causa del miedo no estaba en las armas nucleares, que podían matar el cuerpo pero no el alma, ni en el comunismo, ni en las modas, ni en el fracaso aparente de la Iglesia, ni en las leyes injustas. Todo eso era real, pero no era la verdadera causa del miedo. El miedo procede del pecado. Y Juan Pablo II sabía que Cristo ha vencido al pecado y a la muerte. Por eso se gastó y desgastó para anunciar el Evangelio a todas las naciones. Por eso pudo alegrarse con la caída del comunismo soviético y la liberación de su patria. Por eso pudo permanecer fiel a su misión durante su vejez, cuando su mera presencia, como un anciano enfermo y cansado, era un escándalo para el mundo. Por eso podía alegrarse en Dios, aun en las condiciones más complicadas, fijos los ojos en aquel que inició y completaba su fe.


Por eso nosotros, que vivimos en una situación diferente pero igualmente complicada, podemos alegrarnos también en esta Pascua, con los ángeles y los santos, y volver a gritar a un mundo que se muere: ¡No tengáis miedo! ¡Cristo ha resucitado!


San Juan Pablo II, ruega por nosotros. San Juan XXIII, ruega por nosotros.



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