Dios es Padre providente, no mago

Cardenal José Francisco Robles Ortega,
Arzobispo de Guadalajara

Apreciables hermanas y hermanos:

Jesús nos va mostrando grandes enseñanzas de vida cristiana, de vida de fe. Lo podemos ver en el milagro de Jesús a la mujer cananea que le pide que sane a su hija (cfr. Mt15, 21-28).
La primera respuesta del Maestro fue negativa. Lo que quería provocar en esa mujer era que su fe madurara. Lo más sencillo hubiera sido concederle lo que pedía, y ya. Pero con relación a la fe de esa mujer, a la fe de cada uno de nosotros, se trata de un proceso de madurez, de perseverancia y de permanecer en la confianza.

Jesús tiene conciencia de que no ha venido a los paganos, sino a los hijos de la casa de Israel. Por eso ignora y niega el favor que le pide. Sin embargo, cambió esta postura. ¿Qué lo hizo cambiar?
Lo que lo hace cambiar es la fe de esa mujer, su perseverancia, su humildad y su constancia, y el Señor le hace un reconocimiento a la autenticidad de su fe.
Posiblemente la fe de esta mujer se hubiera perdido, ante la negativa y humillación, pero no se desesperó, al contrario, creció en su fe. No se basó en sus méritos, o en su dignidad o en su derecho, sino que se basó en su humildad.

Sin duda que nos encontramos reflejados en ella. No sólo porque a veces nos desesperamos porque, a la primera petición que le hacemos a Jesús, pensamos que no nos responde, y nos desanimamos. Él nos escucha hasta cuando parece que no nos atiende. Siempre nos oye y escucha nuestras súplicas.

Pero la condición es que nuestra fe sea auténtica, no mágica. A veces tenemos un concepto de una fe mágica. Le pido a Dios, y automáticamente me tiene que responder. La fe no es algo mágico. La fe implica la vida, de tal modo que nos sintamos plenamente en las manos de Dios.

No hay que ponernos ante Él como quien tiene derecho. Por ser nuestro Padre, pensamos que nos tiene que atender inmediatamente. Tenemos que ser humildes y despojados de toda confianza en nosotros, y de toda soberbia.

Con esto, además, Jesús nos está diciendo que la salvación que nos ofrece no es exclusiva de un pueblo, de un grupo, sino que es para todos, sin distinción. Lo que necesitamos es crecer en la fe, en la confianza, y depositarlas en las manos providentes de Dios.

Por lo tanto, no tenemos derecho a descalificar a nadie. La misericordia y la salvación de Dios pasa por todos los caminos donde hay alguien que se acerca con humildad y confianza al Señor. No tenemos derecho a sentirnos por encima de los demás, excluyéndolos de la salvación.

La salvación de Dios sobrepasa nuestros cálculos, criterios, formas de pensar y de actuar; no tiene límites ni barreras. Donde haya apertura a la fe, sencillez y disponibilidad, la salvación de Dios ahí está.

Yo les bendigo en el Nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

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