(Gen 22,1-2.9-13.15-18) "Dios puso a prueba a Abrahán"
(Rm 8,31b-34) "Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?"
(Mc 9,2-10) "Éste es mi Hijo amado; escuchadlo"
Homilía de san Juan Pablo II en la parroquia de la Inmaculada Concepción (7-III-1982)
--- Pruebas de Dios y fe
La liturgia del II domingo de cuaresma es en cierto sentido la liturgia de los tres montes.
En el primero escuchamos las palabras dirigidas por Dios a Abraham, según narra el libro del Génesis: “Toma a tu hijo único, al que quieres, a Isaac, y vete al país de Moria y ofrécemelo allí en sacrificio sobre uno de los montes que yo te indicaré” (Gen 22,2).
La prueba de Abraham. “Dios puso a prueba a Abraham” (Gen 22,1).
Fue ésta la prueba de su fe.
Abraham levantó un altar en el lugar indicado, puso leña en él y sobre la leña colocó a su hijo Isaac: el hijo único. El hijo de la promesa. El hijo de la esperanza.
Abraham estaba dispuesto a ofrecerlo a Dios en holocausto, a derramar su sangre y quemar su cuerpo en la hoguera.
En el momento decisivo llegó el veto de Dios: “No alargues la mano contra tu hijo ni le hagas nada. Ahora sé que temes a Dios, porque no te has reservado a tu hijo, tu único hijo” (Gen 22,12).
En un arbusto cercano Abraham encontró un carnero y lo ofreció en el altar preparado. Se verificó la prueba de la fe. Dios renovó su promesa ante Abraham, tras haberlo sometido a la prueba: “multiplicaré tus descendientes como las estrellas del cielo y como la arena de la playa” (Gen 22,17).
Descendencia no tanto según la carne cuanto según el espíritu. Descendientes de Abraham en la fe son en cierto sentido los seguidores de las tres grandes religiones monoteístas del mundo: judaísmo, cristianismo e islamismo. “Todos los pueblos del mundo se bendecirán con tu descendencia, porque me has obedecido” (Gen 22,18).
Los descendientes de la fe de Abraham creen que Dios tiene el poder de probar al hombre. Tiene derecho a la ofrenda que procede de su espíritu.
--- Monte Tabor y monte Gólgota
La liturgia del II domingo de Cuaresma nos lleva a otro monte, a Galilea. Más allá de la llanura de Galilea se alza majestuoso el monte Tabor, el monte de la transfiguración según la tradición cristiana.
Jesús de Nazaret, que vino entre los descendientes de Abraham como Mesías enviado por Dios, en este monte fue transformado milagrosamente ante los ojos de sus Apóstoles Pedro, Santiago y Juan. A los ojos de los Apóstoles se manifestó transfigurado en la gloria, y con Él, Moisés y Elías. Al milagro de la visión se añadió el milagro de la audición. Oyeron la voz que salía de la nube: “Éste es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9,7). Las mismas palabras que había oído ya Juan el Bautista junto al Jordán, en ocasión de la primera venida de Jesucristo, después del bautismo.
La teofanía del Monte Tabor tiene carácter pascual. Preanuncia la gloria de Cristo resucitado. Al mismo tiempo prepara a los Apóstoles a la muerte del Cordero de Dios. A la teofanía del Gólgota.
Al Monte Gólgota, tercer monte, nos lleva Pablo Apóstol con las palabras de la Carta a los Romanos. La teofanía del Gólgota está indicada en las palabras siguientes: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por nosotros” (Rom 8,31-32).
--- Cristo muerto y resucitado por nuestros pecados
Sabemos que el Padre ha entregado a su Hijo en el Gólgota; sabemos que precisamente así se llama esta colina fuera de la muralla de Jerusalén en la que Dios “no perdonó a su Hijo” (8,32).
Y con ello demostró “hasta el fin” que “está con nosotros”; “¿cómo no nos dará todo con Él?” se pregunta el Apóstol (8,32).
Este mismo Dios que no permitió a Abraham sacrificar con la muerte a su hijo Isaac, no preservó a su propio Hijo.
¿Acaso no ha confirmado con esto hasta el fin nuestra elección?
¿Quién acusará a los elegidos de Dios? se pregunta el Apóstol (8,33).
Él mismo ha tomado en sus manos la causa de la justificación del hombre...”Dios es el que justifica” (8,33). Y así es, ¿quién puede condenar al hombre? (cf. 8,34).
Semejante sentencia sólo puede pronunciarla Cristo, que conoció en el Gólgota el peso de los pecados de los hombres.
Pero en el Gólgota Jesucristo sufrió la muerte por nosotros, “más aún -escribe el Apóstol-...resucitó y está a la derecha del Padre e intercede por nosotros” (8,34).
La liturgia de este domingo nos invita a subir a un monte, al lugar de la teofanía de la antigua y nueva Alianza. De acuerdo con el espíritu de Cuaresma, se nos invita a meditar en estos montes las grandezas de Dios (Hechos 2,11) los misterios de nuestra redención, los misterios de nuestra justificación en Cristo.
Este domingo de Cuaresma nos enseña que estamos llamados a una gran transformación espiritual.
Debemos participar en la Transfiguración de Cristo como sus discípulos en el Monte Tabor.
Debemos prepararnos para la santa Pascua.
El maestro de esta actitud nuestra mediante la cual Cristo baja a nuestro corazón realizando una transformación y la conversión, es Abraham: el padre de los creyentes.
En efecto, parece resonar en nuestro corazón las palabras del Salmista: “Tenía fe aun cuando dije: ¡Qué desgraciado soy!” (115/116,10).
¿Acaso no se sentía así de desgraciado cuando caminaba hacia el monte indicado por Dios para inmolar a su hijo? ¿O no fue sólo la fe la que hizo repetir entonces: “Mucho le cuesta al Señor la muerte de sus fieles” (115/116,15)? A partir de Abraham comenzó la familia humana a aprender esa fe que se hace patente en la actitud interior del espíritu humano, que se manifiesta en el sacrificio del corazón.
Jesucristo es el Maestro definitivo y perfecto de tal actitud: “consummator fidei nostrae!” (cf. Heb12,2).
El fruto de la liturgia del domingo II de Cuaresma debe ser la disponibilidad a ofrecer sacrificios espirituales en los que nuestra fe se pone de manifiesto. Lo pedimos con las palabras del salmo: "Señor, yo soy tu siervo, siervo tuyo, hijo de tu esclava: rompiste mis cadenas. Te ofreceré un sacrificio de alabanza invocando tu nombre, Señor. Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo" (115(116),16-18).
A nosotros, redimidos y justificados en la sangre de Cristo, ninguna prueba ni experiencia nos cierran el horizonte de la vida.
Lo aclaran más todavía en Dios.
Sepamos ver cada vez más este horizonte, ofreciendo los sacrificios espirituales de cuanto constituye nuestra vida.
Que la participación en la Eucaristía nos una siempre, y hoy sobre todo, en esta comunidad a la que el Padre revela y entrega a su Hijo: “Este es mi Hijo amado; escuchadle” (Mc 9,7).
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