El pasaje del santo Evangelio que nuestra madre Iglesia celebra hoy concluye con una esperanzadora declaración de Jesús quien asegura que en la cruz es revelada su gloria, al acreditarse como el prójimo absoluto operando nuestra salvación, a través de su amor que perdona y restaura (Jn 12, 20-33).
La fecundidad salvadora de la cruz
Unos griegos que acudieron a Jerusalén a la Pascua estaban interesados en conocer a Jesús. Felipe y Andrés le informaron (véanse vv. 20-22). Jesús entonces reveló: “Ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado” (v. 23). Enigmáticas palabras que aclaró mediante dos imágenes: “Yo les aseguro que si el grano de trigo, sembrado en la tierra, no muere, queda infecundo; pero si muere produce mucho fruto. El que se ama a sí mismo, se pierde; el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se asegura para la vida eterna” (vv. 24-25). En la antigüedad el proceso de la siembra y la nueva planta se concebía no como simple proceso natural, sino como algo maravilloso. Jesús anuncia la fecundidad de su muerte que será salvadora, pues de ella brota la vida eterna.
Hombres y mujeres que no vivan para sí
Luego los invitó a seguirlo (véase v. 26). Estamos llamados a seguir el camino de Jesús, su “pro existencia” radical, esto es, vivir para los demás. Jesús da ejemplo de que cada persona se posee para entregarse, y se entrega para realizarse: se es para sí siendo para los demás. Esto lo ha expresado el padre Pedro Arrupe, SJ, uno de esos tantos santos sin credenciales oficiales, en una preciosa oración: “Nuestra meta y objetivo educativo es formar hombres y mujeres que no vivan para sí, sino para Dios y para su Cristo: para Aquel que por nosotros murió y resucitó; hombre y mujeres para los demás, es decir, que no conciban el amor de Dios sin el amor al hombre; un amor eficaz que tiene como primer postulado la justicia y que es la única garantía de que nuestro amor a Dios no es una farsa, o incluso un ropaje farisaico que oculte nuestro egoísmo”.
Sólo el amor es digno de fe
Jesús comparte en todo nuestra condición humana, menos en el pecado; conoce el abismo de la agonía, “ahora que tengo miedo, ¿le voy a decir a mi Padre: ‘Padre, líbrame de esta hora’? No, pues precisamente para esta hora he venido” (v. 27 compárese Hb 5, 7-9). Conformar la voluntad humana a la voluntad divina es el corazón mismo de la redención. La comunión con el Padre en la obediencia se transforma en la glorificación de Cristo por el Padre y del Padre por Cristo (véase v. 28). Cristo es el hombre que ha llegado hasta el límite de nuestras posibilidades, su libertad absoluta, su participación desinteresada y a la vez arriesgada en una solidaridad que le llevó hasta la cruz, la hora de la victoria, cuando al ser “exaltado” atrae a todos para sí (véanse vv. 28-33).
Esa vida de plenitud no la puede romper ni la muerte, que se convierte en fuente de vida. Jesús enseña que vivir es des-vivirse para que los medio-vivos-revivan. La cruz es el lugar de encuentro del don del Padre, que nos entrega al Hijo para que comparta nuestro destino y reconozcamos en Él su voluntad de reconciliación, y el don del Hijo que entrega su vida delante del Padre por nosotros, manifestando así el inquebrantable poder del amor. En la cruz Cristo atrae a todos hacia sí testificando que sólo el amor es digno de fe.
Cristo se ha acreditado como el prójimo absoluto, ¿no consideras, querido lector o lectora, que es para revelarnos que sólo donde hay projimidad fiel está Dios?
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