La Pascua de América

Pbro. Armando González Escoto

Las celebraciones de Viernes Santo son imponentes en toda América Latina, por lo menos de México a Perú, sea en los ambientes que genera, sea en la riqueza de sus expresiones piadosas y culturales que ha hecho surgir a lo largo del tiempo. Son célebres las procesiones de Semana Santa en Guatemala, Perú, Colombia, Quito y Brasil, como muy notables las que ocurren en diversos lugares de México. Es la fiesta de la Pascua la que sigue resultando menos lucida, lo cual puede explicarse por diversas razones.
La Pascua es una fiesta de la vida, del triunfo, de la superación, pero por mucho que se celebre, en la medida que ese triunfo no forme parte de una experiencia existencial, lo mismo individual que comunitaria, seguirá siendo de menor expresión, sin menoscabo del gozo que proporciona celebrar el triunfo de Cristo.
Desde luego, al hablar de la Pascua nos referimos primeramente a una celebración religiosa, que ya en sí misma debe implicar la transformación de los individuos que la celebran, en lugar de quedarse en un mero conjunto de rituales; pero como sabemos, toda celebración religiosa tiene connotaciones sociales, ya que expresa las condiciones en que vive la comunidad.
América Latina no logra aún celebrar de manera imponente la Pascua, porque no somos todavía una experiencia exitosa, sea en lo espiritual que en lo temporal. Cierto que muchas personas, en todos los tiempos, han tenido éxito en nuestro continente, pero su éxito no siempre ha sido el éxito de los demás, por eso no son nuestras embajadas las que se hallan habitualmente sitiadas por cientos de solicitantes de visa, para venir a nuestros países en busca de un futuro mejor.
Para que América tuviese esa Pascua integral debería antes satisfacer una enorme serie de requerimientos: Asumir colectivamente una mentalidad democrática, desplazar las nidadas habituadas a lucrar con la ignorancia política del pueblo, desparasitar sus instituciones, todas y de todo género; dejar de ver en la corrupción la solución práctica de la vida, reasumir su identidad humanista, su compromiso social, solidario y dinámico, y tantas cosas más, pero sobre todo una que acaso sería el detonante real: Tomar en serio su vocación cristiana, es decir pasar de la creencia a la vivencia de una fe que transforma al ser humano en todas sus dimensiones.
En este punto, las instituciones religiosas tienen el compromiso urgente de integrar la experiencia pasionaria de la fe cristiana, con el compromiso exigente de un Cristo que no se ha quedado en el sepulcro, sino que vive para siempre y otorga a sus discípulos no un mero conjunto de normas éticas y litúrgicas que cumplir, sino una experiencia profunda que modifica nuestra forma de ver la realidad impulsándonos a vivir completamente de otro modo muy distinto al que hemos conocido.

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