Por Fernando PASCUAL |
Los católicos somos parte de la Iglesia. En ella se unen lo humano y lo divino, lo temporal y lo eterno. Ello se hace especialmente concreto en un tema difícil: el de los despidos.
En las instituciones católicas hay miles y miles de personas que trabajan de modo estable, muchas veces con un contrato que tiene efectos civiles, de forma que esas personas tienen un salario que les permite vivir dignamente.
En esas instituciones, como en cualquier otra sociedad, diversas circunstancias desembocan en el momento del despido de una o varias personas contratadas. ¿Cómo afrontarlos?
Desde luego, si la sociedad está organizada según normas justas, la institución católica, llámese parroquia, colegio, organización caritativa, deberá respetar tales normas y ofrecer garantías a favor del empleado.
Pero en la Iglesia se esperaría algo más: una atención profunda hacia la persona, más allá de las normas, pues cada trabajador tiene una vocación temporal y eterna, y espera encontrar, entre los católicos, un testimonio de caridad.
Por eso, no basta con respetar protocolos, acudir a abogados, dar un resarcimiento justo a quien pierde su trabajo. Hay que ir más allá y tratar al empleado con ese sentido de cariño que nace de la caridad cristiana.
En un mundo frío, muchas veces preocupado por la eficiencia y las ganancias, la Iglesia está llamada a testimoniar la ternura de Dios Padre hacia cada uno de sus hijos.
Entre esos hijos se encuentran también quienes, por un tiempo más o menos largo, han colaborado en una obra de la Iglesia con sus manos y sus competencias. Por eso recibieron un salario que, esperamos, haya sido justo. Y por eso también merecen ser acompañados con respeto al terminar sus contratos.
Los despidos en las instituciones de la Iglesia, en resumen, no pueden quedar regulados por las frías leyes del mercado ni por protocolos laborales muy sofisticados. Hay que añadir un “plus” que nace del Evangelio y que tiene un nombre extraordinariamente bello y exigente: caridad.
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