Pbro. José Marcos Castellón Pérez
El pensamiento moderno, que pregona todas las libertades, rechaza la heteronomía (ley externa que se impone) y exalta la autonomía (ley que dicta la propia razón), hasta caer en lo que hoy conocemos como el relativismo moral y la ética individualista; se juzga la bondad o maldad de los hechos no según los principios que tienen su raíz en la verdad, sino en los gustos o preferencias de cada quien y en la opinión personal. En el fondo, detrás de ello está la sospecha de los filósofos de la muerte de Dios, que consideraban que la fe en la divinidad resta a la fe en el hombre y la confianza en las potencialidades de la humanidad, reprimidas por la moral religiosa.
La Sagrada Escritura enseña que la libertad humana siempre está subordinada a Dios, lo que puede suscitar algunas preguntas en el contexto del pensamiento moral heterónomo de la modernidad: ¿la obediencia a Dios y a su ley, no es una merma de la libertad del hombre? ¿la libertad es sólo una apariencia y Dios juega con el hombre como si fuera una marioneta? Estas preguntas las podemos responder recurriendo a las imágenes bíblicas de relaciones esponsales, de paternidad – filiación y de amistad, que superan la dialéctica libertad – obediencia inscritas en el marco de la relación señor – esclavo. La imagen de Dios en la Biblia es la de un Padre amoroso y lleno de misericordia, Esposo fiel y paciente frente a los pecados de su esposa, Amigo cercano que tiende la mano y acompaña al pecador. La revelación bíblica lleva a expresar la fe en el Dios que es Amor (1Jn 4,8).
La auténtica libertad se da en la capacidad personal de relación y de diálogo con el Otro y con los otros, que implica una re-ligación, es decir, una ligadura que ata en el amor. La libertad, por tanto, es la disposición de sí para hacerse disponible al otro; toda experiencia de verdadero amor es liberadora. El amor libera de las vanas ataduras para religarnos a lo esencial, por ello, el reconocimiento de nuestra dependencia a Dios y la obediencia a la Palabra que nos interpela, lejos de ser actitudes alienantes, son plenamente liberadoras. La libertad bíblica no es la libertad conquistada por métodos cínicos de la apatía estoica, ni la libertad caprichosa del adolescente que quiere reivindicar su identidad autónoma. Más bien, es la libertad del amor que se nos da como don y regalo, pero que exige la conversión responsable a fin de liberarnos de todo aquello que impide la entrega total a Aquel que es el fundamento último de todo.
El origen de la libertad es la verdad, porque “la verdad os hará libres” (Jn 8,32). La verdad del hombre es nuestra identidad como imagen de Dios e hijos en el Hijo. Cobrando nuestra identidad, es decir, nuestra verdad, somos capaces de alcanzar la libertad. Cuando, por la pretensión de autosuficiencia autónoma, se niega la religación con Dios, el hombre termina siendo muy poco libre.
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