Todo pecado ofende a Dios.
El pecado consiste en desobedecer la voluntad de Dios, y para que se pueda llamar pecado, se supone que el pecador sabe que lo que va a hacer es pecado y, a pesar de eso, lo hace; se supone, también que el pecador actúa con plena libertad, sin presiones de ningún tipo. Saber que algo ofende a Dios y hacerlo libremente implica en el pecador un momento de maldad que es tanto más grave cuanto más haya recibido el pecador la gracia y la amistad de Dios.
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Es más grave el pecado de aquel que conoce mejor la moral cristiana y que, incluso, la predica, que el de aquel que apenas tiene conocimiento de su fe. En la Primera Carta de san Juan, 5,17, se nos habla de pecados que llevan a la muerte y pecados que no llevan a la muerte.
Se considera que un pecado es mortal cuando implica la pérdida de la gracia y, por lo tanto, la sentencia de la muerte eterna que es el infierno. Este pecado implica una maldad consciente en el pecador y una falta grave, y se perdona en el Sacramento de la Reconciliación.
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El pecado venial, o sea, el que es perdonable con un acto de arrepentimiento, implica la materia leve o la falta de conciencia plena en el pecador.
Todo pecado es perdonable porque Jesús ya murió y resucitó por nuestra salvación. El único “pecado” que no se perdona es el de no pedir perdón. Ese es uno de los pecados contra el Espíritu Santo de los que nos habla Jesús.
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