Ahora voy a visitar a una carmelita que profesó hace unos pocos días. En cuanto acabe de escribir estas líneas, me trasladaré al convento bajo un sol de justicia. El sol del verano a las cinco de la tarde. La sotana no me da nada de calor (por los materiales y su amplitud), pero sí por su color negro.
Dentro del locutorio se está fresquito. Hay un silencio perfecto.
Entrar en la conversación con esa carmelita, indudablemente, supone entrar en otro mundo. El convento está a unos diez minutos de distancia, pero está en otra dimensión: la dimensión de la divinización perfecta. Durante el rato de la conversación, entraré en contacto, me asomaré, a un alma que está en el campo de lo angélico, que vive en el Misterio de Dios.
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