Juan Rulfo,
“el escritor más grande que ha visto la luz en Jalisco”, exalumno del Seminario Conciliar de Guadalajara
Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis
Yo sólo soy católico de dicho,
aunque he leído del Génesis
al Apocalipsis;
los he leído y los he vivido
J. R.
Juan Rulfo “el escritor más grande que ha visto la luz en Jalisco”, a decir del maestro Juan José Doñán, nació hace un siglo, el 16 de mayo de 1917. Él gustaba decir que en una de las haciendas de su familia, en el municipio de Tuxcacuesco, Jalisco, aunque se le registró en Sayula con el nombre de Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno –si bien su padre y parentela usan el apellido compuesto Pérez-Rulfo-, y allí mismo lo bautizó el señor cura Román Aguilar, el 11 de junio siguiente, y su infancia discurrió en la cabecera municipal de San Gabriel.
Tenía 6 años de edad cuando asesinaron a su padre y 10 cuando murió su madre. Cursó los estudios de primeras letras en el Colegio Josefino, atendido por religiosas y establecido allí gracias a las gestiones del culto párroco don Ireneo Monroy Nuño, cuya copiosa biblioteca tuvo a su alcance el introvertido y asiduo infante cuando el clérigo, impelido por la suspensión del culto público en México, abandonó el curato y trasladó provisionalmente su librería a la casa de la familia de Juan, al tiempo que el colegio cerraba sus puertas.
En compañía de su hermano Severiano, tres años mayor que él, fue matriculado como alumno interno de 3º de primaria en el colegio “Luis Silva”, al tiempo que la sañuda persecución religiosa alentada por el Presidente Plutarco Elías Calles había provocado la guerra cristera, de modo que los primeros recuerdos de su vida, junto con las tragedias familiares, estarán relacionados con el torpe manejo que de la libertad religiosa hizo el gobierno anticlerical, luego de prohibir de modo tajante la educación en la fe en los planteles escolares de instrucción elemental, públicos y privados.
PUPILO DEL SEMINARIO
CONCILIAR DE GUADALAJARA
Sin que nadie le indujera, sintiendo gérmenes vocacionales y sin estar clausurada la Universidad de Guadalajara, como afirman algunos biógrafos suyos, Pérez-Rulfo cursó los estudios de secundaria en el Seminario Conciliar entre 1932 y 34.
Formó parte del 2º A en momentos muy duros para dicha institución, encabezada por el presbítero don Ignacio de Alba Hernández, futuro obispo de Colima. Justo cuando debía iniciar el año lectivo, el vigoroso anticlericalismo del Gobernador Sebastián Allende incautó las instalaciones del Seminario, orillando a los superiores a subsistir así: “…el 11 de noviembre empezaron a funcionar pequeños grupos de alumnos encomendados a sacerdotes profesores para que, casi totalmente y en los rincones donde les fuera posible, estuvieran bajo su cuidado”.
Para tomar las clases, se pedía a los alumnos discreto y cautela para esquivar a la policía secreta y a los inspectores de la Secretaría de Educación Pública, siempre al acecho de los estudiantes perseguidos. Año de “catacumbas”, lo calificó el rector en su informe anual, en el que hubo “momentáneas alarmas, zozobras pasajera y aún prisiones de profesores sorprendidos en el ejercicio del ministerio sagrado, venían a perturbar de cuando en cuando la vida ya anormal y escondida que llevábamos”.
Del primer año de nuestro escritor en el Seminario, cuenta el rector en su informe al arzobispo, fue preciso “reducir, seleccionando, el número de alumnos” tomando en cuenta “sus certificados de instrucción primaria y de buena conducta”. Y añade “Seleccionando alumnos escrupulosamente, reinaba entre ellos y en sus relaciones para con el superior el mejor espíritu”, toda vez que “atendiendo cada profesor un grupo reducido de alumnos, se daba perfecta cuenta de cada uno de ellos y podía ayudarles aun a cada uno de ellos individualmente”.
CONDISCÍPULOS
Y ESTUDIOS CURSADOS
Juan Pérez-Rulfo Vizcaíno tenía 15 años de edad cuando ingresó al primero de los tres grupos de estudiantes del segundo año de secundaria del Conciliar y tuvo por mentor nada menos que al brillante humanista doctor don Manuel de la Cueva, recién llegado de la Universidad de Comillas, donde se doctoró en letras y siempre metido en esos afanes: leer y compartir lo leído.
Fue el padre De la Cueva quien inició a nuestro escritor en la literatura y con él sostuvo una relación de cercanía que duró toda la vida, pidiéndole Juan, incluso, que asistiera su matrimonio con Carmen Aparicio, joven tapatía, con quien se casó en el Santuario de Nuestra Señora del Carmen de Guadalajara.
Era parte don Manuel de la Cueva de un selecto grupo de intelectuales tapatíos, entre ellos Efraín González Luna, Antonio Gómez Robledo, Agustín Yáñez, José Arreola Adame, los hermanos Moya, José Ruíz Medrano y Salvador Rodríguez Camberos, “y él mismo fue un paradigma vivo de inquietudes venidas de los lejanos manantiales grecolatinos”, a decir de uno de sus pupilos, el escritor Luis Sandoval Godoy.
Entre los 16 alumnos que compusieron el grupo de Rulfo en el año lectivo 1932-1933 figuran los futuros obispos Adolfo Hernández Hurtado y Carlos Quintero Arce, así como monseñor Carlos Romero Ornelas. Las asignaturas que recibió fueron religión, en el que obtuvo la nota suprema, al igual que en Geografía y en Disciplina, Gramática, Aritmética y Latín, idioma del que tradujo 40 sentencias, 25 cartas de Cicerón y 25 fábulas.
El siguiente curso, 1933-34, durante el cual, a decir del rector, la labor del Seminario fue “el procurar volver a la vida normal, dentro de las circunstancias anormales por las que atravesamos”, Rulfo tuvo como profesor al extraordinario cervantista doctor don José de Jesús Navarro de la Torre, uno de los mejores maestros de filosofía del Seminario tapatío en toda su historia, con quien tomó latín, gramática, religión, matemáticas, historia patria, geografía y clases de espíritu eclesiástico. Rulfo reprobó latín pero obtuvo nota suprema con mención honorífica en historia patria.
Sin acreditar ese curso, aunque sí lo concluyó, regresó a San Gabriel, donde permaneció un año, luego del cual pasó a la ciudad de México, a la sombra de su tío, el capitán David Pérez Rulfo, cercano al subsecretario de Guerra y Marina, Manuel Ávila Camacho, por quien obtuvo una plaza en la Secretaría de Gobernación, que desempeñó durante largos años.
LA TRASCENDENCIA
DE SU OBRA
La brevísima obra de Juan Rulfo consta, más allá de otras publicaciones menores, de dos obras fundamentales para la narrativa española: El Llano en llamas, (1953) y Pedro Páramo, (1955), paradigma en la economía de la palabra y en la precisa aplicación de su significado, que hacen de su obra, a decir de Luis Harss, en “uno de los milagros de nuestra literatura”, toda vez que si el menor deseo de ser “propiamente un renovador” alcanzó el rango del “más sutil de los tradicionalistas”, que anticipándose al indigenismo de José María Aguedas y al criollismo de Antonio Di Benedetto, dio a la literatura el fruto madurado “lentamente, en años de continuo e inflexible trabajo”.
Impensable sería, sin la formación humanística que Rulfo tuvo durante su paso por aulas de inspiración cristiana y breve estancia en el Seminario Conciliar de Guadalajara, que no influyeran positivamente en él los dos muy respetables humanistas y presbíteros ya mencionados, don Manuel de la Cueva y don Jesús Navarro, y sí un reto para los estudiosos de sus cuentos y de su única novela, que Jorge Luis Borges consideraba “una de las mejores novelas de las literaturas de lengua hispánica, y aun de toda la literatura”, traducida a las más diversas lenguas, seguir hurgando en torno a la educación católica formal de Rulfo, como lo fue su paso por el Seminario de Guadalajara.
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