Muchas webs tradicionalistas han acusado al Papa de luteranizar la Iglesia. Permítaseme un apunte personal para entender cómo veo los encuentros y declaraciones que ha habido en este año entre luteranos y católicos.
Cuando estudié mi licenciatura en teología en la especialidad de Historia de la Iglesia, tuve un profesor jesuita que nos intentó hacer ver lo positivo de Lutero. Tampoco ocultó lo negativo, pero nos trató de hacer entender lo positivo de su persona y escritos. Yo fui muy contrario a la forma de enfocar las clases de ese profesor. Incluso fui soberbio en el modo en el que me dirigí a él, ahora lo reconozco. En ese momento, me parecía estar defendiendo la verdad: Lutero era malísimo y punto final.
Yo tenía 26 años. A esa edad cualquier inmadurez y radicalismo se puede todavía excusar.
Las clases de su semestre pasaron, pero con los años se produjo, en mi reflexión personal, una profundización en la teología de la Carta a los Romanos. Y, entonces, fui entendiendo que, aunque Lutero hubiera roto con la Iglesia, su insistencia en la fe que salva era verdadera. Por supuesto que hay que entender esa doctrina de la fe de acuerdo a la ortodoxia de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, sí que es cierto que sin la obra de Lutero no hubiéramos entendido esa doctrina en toda la radicalidad de san Pablo. Habíamos tenido quince siglos, y ésa era una verdad en la que no se insistía demasiado: cuando era central en san Pablo. Es verdad que la doctrina estaba en la Carta a los Romanos, pero siempre había sido leída con tantos “peros”, con tantos condicionantes, que quedaba muy eclipsada y atenuada.
Esa verdad del Nuevo Testamento de la fe que salva se sentía por parte de los celosos pastores que debía ser tan glosada, que expresada en estado puro parecía una herejía. Era una verdad en la que convenía que no se insistiese demasiado en ella.
En quince siglos, la encontramos en muchos autores católicos previos a Lutero. Pero hallamos esa verdad divina bajo capas y capas de comentarios humanos. Era como una verdad que debía ser encerrada con varios cerrojos, porque sería sino malentendida. Después de Lutero, todavía más cerrojos para no parecer hereje.
Lutero hizo lucir en toda su verdad la doctrina de la justificación. Y eso ha tenido una impresionante influencia en los autores católicos, sobre todo del siglo XX. Es decir, de los teólogos que han podido leer a Lutero ya sin prejuicios.
No estoy diciendo, resulta claro, que no haya errores en las obras de Lutero. Por supuesto que los hay. Pero también hay toda una doctrina, una lectura de san Pablo, una visión de la justificación, que haríamos mal en no valorarla en toda su bondad. Además Lutero reflexionó de un modo teológicamente muy profundo sobre el tema. No era un mero predicador.
La visión de unas comunidades cristianas que han vivido de la Palabra, que se han sentido justificadas por la fe en Cristo, ha sido muy interesante para la teología católica. Sin ellos, podríamos haber teorizado acerca de cómo podía haber sido el cristianismo quitando algunos de nuestros pilares. Su existencia ha sido una existencia en la vida centrados en la gracia, en la justificación gratuita, en la Voz de Dios que habla en la Biblia. Los luteranos, los grupos protestantes, han producido muchos frutos del Espíritu. Negar eso sería cerrar los ojos.
Que nadie por defender la ortodoxia, niegue lo evidente: los tesoros de los luteranos, los frutos que hay en sus comunidades; así como el provecho que nuestros teólogos pueden obtener y han obtenido del diálogo con su teología.
Los que claman que el papa Francisco está luteranizando la Iglesia no han entendido nada de este mensaje de diálogo, de amor, de querer que todos los cristianos nos sintamos miembros de una única familia.
¿Que me podría fijar en todo lo negativo de la vida y obra de Lutero?, por supuesto. Me leí con lentitud y detención los dos magistrales tomos de la biografía de Garcia-Villoslada. Eso fue en mi juventud. Después seguí leyendo y reflexionando. Al final, llegué a las conclusiones del Papa Francisco.
Ahora llega el momento de reconciliarnos con los luteranos, aun a sabiendas que sostenemos doctrinas distintas. Pero desde la diferencia y en el reconocimiento de la diferencia, amémonos ya, oremos juntos ya: reconciliémonos. No les pedimos que reconozcan lo que nosotros consideramos sus errores. Ellos no nos piden que reconozcamos lo que consideran nuestros errores. No es una reconciliación en el error. Sino una reconciliación en la verdad común y en el amor que nace de la verdad común. ¿Quién critica eso? Los de siempre. Siempre están allí, asomándose por la esquina, los de siempre.
Algunos querrían hacer de la Iglesia una especie de burbuja de Amish católicos petrificados en el siglo XIX, porque en los comienzos del XX ya hay doctrinas que les parecen que empiezan a resquebrajar su visión sentimental de la ortodoxia.
Algunos querrían que la Iglesia Católica fuera regida al modo del consejo del Watchtower de Nueva York para todos los testigos de Jehova: unas consignas tajantes, uniformes y que vigilen que no se forme ningún puente con nada ni nadie que no sea 100% puro o lo que se considera puro.
Una cosa es que los dogmas sean expresión de la verdad y que, por tanto, sean pilares que no pueden cambiar. Y otra cosa es ese amor por la petrificación de la teología y las puntillas en los roquetes.
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