En mi familia, tenemos la costumbre de utilizar el calendario de Adviento para ir preparándonos para la Navidad como familia. El calendario es una forma muy sencilla de ayudar a los niños a aprovechar este tiempo litúrgico tan bello, despertando gradualmente en el corazón el deseo de que nazca el Niño Dios.
Utilizamos un calendario grande, hecho de tela, y no esos calendarios comerciales ya prefabricados que se venden en los grandes almacenes. Dentro de cada bolsillo de tela del calendario, metemos algunas golosinas y, de vez en cuando, sorpresas algo mayores, como papelitos con “vale por un libro” (que, al menos para mis hijos, son regalos apreciadísimos).
Lo primero que hacemos es apagar todas las luces y encender las velas que correspondan de la corona de adviento, fabricada por nosotros mismos con una caja de madera y plantas del jardín. Por supuesto, como no hay nadie más ritualista en el mundo que un niño, cada paso está férreamente establecido de antemano: encender las velas le toca a uno de ellos, llevarlas en la mano y apagarlas a otro y coger las golosinas a un tercero, todo ello por riguroso orden rotativo. A los niños les encantan los ritos y, cuantos más haya y más complicados sean, más disfrutan.
Una vez encendidas las velas, nos colocamos junto al calendario y, después de hacer solemnemente la señal de la cruz, cantamos una estrofa y el estribillo de un villancico de Adviento que compusimos hace tiempo y que habla de las penalidades que tuvieron que pasar San José y la Virgen por el censo del Emperador, el traslado a Belén, la falta de sitio en las posadas y el nacimiento en el establo. A lo largo de todas esas dificultades, “la Virgen guardaba estas cosas en su corazón”, buscando la voluntad de Dios para ella y para su familia.
Finalmente, recitamos el Gloria al Padre y el encargado de ese día apaga las velas. Después, a quien le toque saca las golosinas del bolsillo y las reparte entre sus hermanos (un proceso a veces complicado, en el que los pequeños se quejan de que su hermana mayor los engaña con la excusa de “lo que es más justo”).
Todo el rito no dura más de cinco minutos, pero es una costumbre preciosa. El canto en la oscuridad apenas rota por la cálida luz de las velas tiene una belleza que se imprime en el alma y ayuda a recordar que el Niño que va a nacer es la Belleza divina que creó el universo. Incluso nuestros (grandes y evidentes) defectos al cantar son una muestra de la pobreza que el Rey de Reyes quiso experimentar en Belén.
El año pasado, grabamos un pequeño vídeo en el que no se ve nada, pero que incluyo para que los lectores puedan reírse un poco con nosotros:
Al menos para mí, el Adviento está ligado ya para siempre a esta costumbre y al recuerdo de la alegría de años pasados, cantando a la luz de las velas sobre la Sagrada Familia y el Niño que va a nacer. Lo he dicho varias veces ya, pero no me importa repetirlo: hay una gran felicidad en las pequeñas cosas.
Como hoy termina el Adviento, aprovecho para desear a los lectores una feliz y santa celebración del Nacimiento de Nuestro Señor. Que el Niño Dios los colme a todos de bendiciones.
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