Meditación Domingo Sagrada Famlia (B)

(Cfr. www.almudi.org)








«Y cumplidos los días de su purificación según la Ley de Moisés, lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está mandado en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor; y para presentar como ofrenda un par de tórtolas o dos pichones, según lo mandado en la Ley del Señor. Había por entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre, justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba con él. Había recibido la revelación del Espíritu Santo de que no moriría antes de ver al Cristo del Señor. Así, vino al Templo movido por el Espíritu. Y al entrar los padres con el niño Jesús, para cumplir lo que prescribía la Ley sobre él, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios diciendo: -Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz, según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación; la que has preparado ante la faz de todos los pueblos: luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel. Su padre y su madre estaban admirados por las cosas que se decían de él. Simeón los bendijo y le dijo a María, su madre: Mira, éste ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción, y a tu misma alma la traspasará una espada, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones. Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años de casada 37y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento, alababa a Dios y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Cuando cumplieron todas las cosas mandadas en la Ley del Señor, regresaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y fortaleciéndose lleno de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él.» (Lucas 2, 22-40)



1º. José y María suben a Jerusalén para cumplir dos preceptos de la ley: la purificación y el rescate del hijo primogénito.

La purificación era el rito que hacía pura a la mujer que había concebido un varón, cuarenta días después del nacimiento.

El rescate del primer hijo consistía en ofrecer en sacrificio, un par de tórtolas o dos pichones, si la familia, como en el caso de la Sagrada Familia, era pobre.

Maria no había quedado impura, pues su concepción fue obra milagrosa del Espíritu Santo y no de un hombre.

Pero la Virgen quiere cumplir la ley y se purifica.

Jesús, cuántas veces no he sabido cumplir tu ley, tus mandamientos.

Yo si necesito purificarme. Primero con una confesión bien hecha.

Y luego, me puedo purificar más con más oración, con pequeños sacrificios, o ganando indulgencias.



2º. Jesús, como cuando te encontró Simeón, hoy también estás en el Templo: en el sagrario de cada iglesia.

Que no me acostumbre a pasar por delante de una iglesia sin decirte nada.

Que me admire siempre de que te hayas quedado tan cerca para que pueda adorarte.

Madre, cuando Jesús murió en la cruz, comprendiste hasta qué punto era cierta la profecía de Simeón: «y a tu misma alma la traspasará una espada».

Maria, ante semejante plan divino tu respuesta fue heroica: fuiste fiel a Dios, y aceptaste aquel dolor intensísimo a los pies de tu Hijo agonizante.

De tal manera te uniste al sacrificio de Jesús, ofre­ciendo tu dolor por la salvación de todos los hombres, que la Iglesia te llama, con razón, Corredentora: redentora junto con Cristo.

Madre, has aceptado la muerte de tu Hijo, para que yo tenga vida divina.

¡Cómo será el amor que me tienes! Qué poco me entero... ¡perdóname!

Quiero, desde ahora, apoyarme más en ti, pedirte todo lo que necesite. ¿Cómo me vas a fallar, si te he costado tanto?



3º. Jesús, Ana servía a Dios «con ayunos y oraciones».

La oración y la mortificación son dos pilares importantes de mi vida interior, y los mejores medios de apostolado: por eso Ana podía hablar de Ti «a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.»

¿Cómo es mi oración: la hago cada día; pongo la cabeza y el corazón en esos mi­nutos para enamorarme más de Ti; hago al menos un propósito cada día para mejorar en mi trabajo, en mi vida interior o en mi apostolado?

¿Cómo es mi mortificación? ¿Tengo concretado hacer algún pequeño sacrificio en las comidas, en la puntualidad, en el orden, en detalles de servicio?

Y si ya lo tengo concretado, ¿lo ofrezco por alguna intención particular?

¿Puedo ser más generoso en mi mortificación?

Tal vez debería hacer una lista con cuatro o cinco pequeños sacrificios para ofrecértelos durante el día.

Sé que si soy un alma fuerte, sacrificada, también te podré querer más.

Y, sobretodo, mediante esos pequeños sacrificios me estoy uniendo a Ti en la cruz, estoy ayudándote a hacer la redención.

Ana vivía «sin apartarse del Templo noche y día».

Yo, Jesús, no puedo estar todo el día en la iglesia.

Tampoco es lo que me pides.

Lo que me pides es que -esté donde esté y haga lo que haga- te tenga presente: que te ofrezca el trabajo haciéndolo lo mejor posible, que me preocupe de las necesidades materiales y espirituales de los demás.



4º. Jesús, vas creciendo como un niño normal.

Eres Dios y por eso estás «lleno de sabiduría»;pero en lo humano vas aprendiendo de José y de María.

De José aprendiste a trabajar con perfección, aprovechando todos los recursos del momento y añadiéndole ese convencimiento de que tu trabajo era el medio de unirte a Dios y de servir a los demás.

De María aprenderías a estar pendiente de los más pequeños detalles, y posiblemente de Ella aprenderías tus primeras oraciones: oraciones que recitarías juntamente con tu madre y José al empezar y acabar el día, antes y después de comer,...

¡Dios mismo, aprendiendo a rezar!

Jesús, yo sí necesito aprender.

No puedo darme por satisfecho en mi formación profesional ni en mi formación cultural y humana.

Y, con mayor motivo, no puedo conformarme nunca con mi formación ascética -formación para mejorar en mi vida espiritual- ni con mi formación sobre la doctrina de la Iglesia.

¿Cómo me he esforzado en asistir a los medios de formación necesarios para ser mejor cristiano: círculos, charlas, meditaciones, clases de doctrina, etc..?

¿Cómo los he aprovechado?

¿Me tomo suficientemente en serio un medio de formación tan importante como es la dirección espiritual?

Que no caiga en el defecto -que es soberbia- de pensar que ya no necesito formación.

Sólo entonces «la gracia de Dios» estará y crecerá en mí.


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