En general, creo que los obispos deberían ser muy cautelosos a la hora de conceder entrevistas. No todo el mundo vale para hacerlo. Es más, yo diría que la mayoría de la gente no vale para hacerlo, porque no es fácil hablar con rapidez y sin preparación previa sobre temas complicados, evitando hacer afirmaciones confusas o erróneas.
Un obispo tiene una gran responsabilidad y no puede decir lo primero que le pase por la cabeza, porque el escándalo que pueden crear sus palabras entre los fieles es muy grande, especialmente en temas tan importantes como el sacramento del matrimonio. Digo todo esto por una entrevista que concedió el cardenal de Barcelona hace unos días y en la que, a mi juicio, hizo unas declaraciones bastante desafortunadas sobre la indisolubilidad del matrimonio y la nulidad.
Por ejemplo, el cardenal Sistach dice en la entrevista:
“Los católicos que se encuentran en estas situaciones que quieren disolver un matrimonio deberían tener más facilidades para poder llevar adelante una nulidad”.
Supongo que la intención del cardenal es buena, pero esta frase es una barbaridad. Un matrimonio sacramental no se puede “disolver”. La nulidad no disuelve un matrimonio, porque eso es algo que excede infinitamente el poder de la Iglesia. La declaración de nulidad simplemente certifica que un matrimonio fue nulo desde el principio, es decir, que nunca existió aunque lo pareciera.
Por ejemplo, si durante la boda el padre de la novia embarazada escondía una escopeta bajo la gabardina para que el novio no escapara, nunca hubo realmente matrimonio por falta de libertad de los contrayentes, aunque los novios dijeran las palabras, firmasen y hubiese banquete y todo lo demás. En ese caso, después podría pedirse a la Iglesia que reconociese que el matrimonio nunca existió, es decir, que lo declarase nulo.
En cambio, un matrimonio sacramental válido es indisoluble. Los novios se casan “hasta que la muerte los separe”. Y esto no es una mera convención, norma o disciplina, sino que “la unidad, la indisolubilidad, y la apertura a la fecundidad son esenciales al matrimonio” (Catecismo de la Iglesia Católica 1664). La Iglesia no puede declarar nulo un matrimonio que existió, pase lo que pase después del matrimonio, incluidos los malos tratos, los adulterios, los alejamientos entre los cónyuges, los divorcios civiles y los intentos de “rehacer su vida”. El matrimonio es para toda la vida y la Iglesia no puede cambiar eso.
Curiosamente, Su Eminencia pregunta después:
“¿y no existe la posibilidad, respetando la indisolubilidad, que haya una nulidad más ancha o que el Papa tuviera, por ejemplo, unas facultades, una dispensa, para disolver un matrimonio que era válido en determinadas circunstancias?”
Esta propuesta me dejó atónito cuando la leí por primera vez. En primer lugar, por la falta de la lógica más elemental. ¿Qué sentido tiene decir que “respetando la indisolubilidad” alguien va a “disolver un matrimonio”? No se trata simplemente de que sea una postura errónea, sino que no tiene sentido alguno, porque disolver lo indisoluble no significa absolutamente nada.
Esta falta de lógica básica nos permite entender otra afirmación de la entrevista, con respecto a las propuestas presentadas en el Sínodo de los obispos contra la indisolubilidad del matrimonio:
“Yo diría que no hay bandos sino que hay dos maneras de pensar que hasta cierto punto son complementarias”.
Creo que está claro que, una vez que decimos que se puede disolver lo indisoluble, no cuesta nada decir que dos posturas contradictorias son complementarias. La falta de lógica es la pendiente resbaladiza por excelencia. Si abandonamos la lógica, todo puede ser complementario, compatible, compaginable, comparable y todo lo demás que empieza por “comp”. Sin embargo, la testaruda realidad es que dos posturas contradictorias no son complementarias, sino excluyentes, que es precisamente lo contrario de “complementario”. Indisoluble y disolver se excluyen mutuamente, no son términos complementarios y pretender que lo son es, simplemente, un intento de hacernos comulgar con ruedas de molino. Las propuestas de introducir el divorcio católico no son ni pueden ser complementarias con la postura de defender la fe católica en la indisolubilidad del matrimonio. “¿Qué tiene en común la justicia con la injusticia? ¿O qué relación puede haber entre la luz y las tinieblas?”
Volviendo a la propuesta recogida por el cardenal Martínez Sistach, hay que señalar también que es frontalmente opuesta a la doctrina católica sobre el matrimonio. La idea de que el Papa pueda disolver un matrimonio sacramental es contraria a la fe de la Iglesia. Basta recordar lo que dijo Cristo y se repite en cada matrimonio católico: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. No hace falta ser premio Nobel para entender lo que esto significa. ¿El Papa es un hombre? Sí. Luego no puede separar lo que Dios ha unido.
Por si a alguien no le bastan las palabras de Cristo y de la lex orandi litúrgica, recordemos una vez más que la propuesta que recoge D. Lluis niega un dogma de fe, infalible e irreformable, definido por el Concilio de Trento:
“CAN. V. Si alguno dijere que se puede disolver el vínculo del Matrimonio por la herejía, o cohabitación molesta, o ausencia afectada del consorte; sea anatema.
CAN. VII. Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando ha enseñado y enseña, según la doctrina del Evangelio y de los Apóstoles, que no se puede disolver el vínculo del Matrimonio por el adulterio de uno de los dos consortes; y cuando enseña que ninguno de los dos, ni aun el inocente que no dio motivo al adulterio, puede contraer otro Matrimonio viviendo el otro consorte; y que cae en fornicación el que se casare con otra dejada la primera por adúltera, o la que, dejando al adúltero, se casare con otro; sea anatema” (Denz. 1805 y 1807).
¿Tan difíciles son de entender estas tres palabras? “No se puede”. Repitámoslo, por si no queda claro: No se puede. Y lo que no puede ser no puede ser y, además, es imposible. Todos los cardenales de la tierra pueden proponer lo contrario y seguirá siendo imposible.
En este mismo sentido, hay que señalar el circunstancialismo que permea toda la propuesta. El cardenal dice: “… para disolver un matrimonio que era válido en determinadas circunstancias”. Desde el punto de vista moral, esto es otra barbaridad. La moralidad de algo que es intrinsecamente malo y perverso no puede de ningún modo ser modificada por “determinadas circunstancias”.
Por ejemplo, una familia está muriéndose de hambre y de sufrimientos por pobreza total y el abuelo, que al morir les va a dejar una fortuna, se obstina, a sus 90 años, en seguir vivo. Mientras tanto sus hijos y nietos pasan hambre, frío en invierno. Muere, entretanto, una hija, que podría haberse librado con un tratamiento clínico carísimo y dos hijos han tenido que dejar sus prometedoras carreras a medias por no poder pagar los estudios, una madre está en depresión profunda, lo que la pone en peligro de divorcio, etc. etc. etc. Un dramón tremendo… ¿No habría algún modo de acelerar la muerte del abuelo (un empujoncito mínimo, y que ruede escaleras abajo), de tal modo que esa acción (intrínsecamente perversa) se vea libre culpa “en determinadas circunstancias” extremas, que ciertamente se dan en el caso? Pues no, evidentemente no.
Ningunas circunstancias pueden hacer lícito lo que es intrínsecamente un pecado mortal. El adulterio sigue siendo adulterio, cualesquiera que sean las circunstancias. Un matrimonio válido sigue siendo indisoluble, cualesquiera que sean las circunstancias. El circunstancialismo, condenado por la Veritatis Splendor (cf. VS 80) y otros documentos magisteriales anteriores no es un criterio moral válido.
También es llamativo comprobar la concepción artificial de la nulidad que subyace a la propuesta:
“¿y no existe la posibilidad […] [de] que haya una nulidad más ancha?”.
De nuevo, esto sólo tiene sentido si entendemos de algún modo la nulidad como una disolución jurídica del matrimonio según criterios disciplinares más o menos estrictos. La realidad, en cambio, es que la nulidad no es un concepto meramente jurídico, sino principalmente ontológico. Es decir, se limita a reconocer algo real: que un matrimonio no existe ni nunca existió. Por lo tanto, no puede ser “más ancha” ni más estrecha, sino que sólo puede ser o no ser. Sería posible (aunque no necesariamente aconsejable) acelerar y simplificar el proceso de nulidad matrimonial, asegurarse de que es gratuito o incluso subrayar la importancia en nuestra época de alguno de los criterios de nulidad, como la inmadurez, pero no tiene sentido hablar de una “nulidad más ancha”, como si la nulidad fuera obra de la Iglesia y no una realidad objetiva.
Por último, hay que subrayar la forma que tiene la propuesta de razonar:
“¿y no existe la posibilidad […] [de] que el Papa tuviera, por ejemplo, unas facultades, una dispensa, para disolver un matrimonio?”.
La teología católica no razona así. La Iglesia no inventa cosas, sino que se limita a proclamar lo que recibió de una vez para siempre y a profundizar en ello. El Papa no podría sacarse una nueva prerrogativa de la manga como un prestidigitador. No podemos añadir nada a la Revelación, sin base ninguna en la Escritura ni en la Tradición, como una mera concesión al espíritu de la época. Pretender inventar una facultad del Papa de la nada para evitar las consecuencias de una doctrina católica que nos resulta poco moderna es completamente inaceptable desde un punto de vista teológico.
Además, como se aprende en primer curso de derecho canónico, el Papa tiene poder para dispensar de cualquier norma meramente eclesial, pero no para dispensar de lo que es de derecho divino, como la indisolubilidad del matrimonio. Igual que el Papa no puede hacer que el asesinato de un inocente sea algo bueno, tampoco puede hacer que un matrimonio sacramental sea disoluble. El Papa no puede hacer lo que se le antoje, porque no es el dueño, sino el servidor y el custodio de la Revelación.
Es muy difícil evitar la impresión de que, en realidad, las razones que se dan no tienen importancia, sino que lo único que se desea es introducir, sea como sea, el divorcio en la Iglesia. De otro modo, la lógica básica que todos empleamos en nuestra vida cotidiana no brillaría por su ausencia en estas propuestas y lo mismo podría decirse de los principios básicos de la fe y la moral.
Con todo el respeto por nuestros pastores, los fieles católicos tenemos la obligación de “dar testimonio de la verdad”, incluso cuando ello implique señalar errores graves de esos pastores, como enseñaba Santo Tomás: “Habiendo peligro próximo para la Fe, los prelados deben ser argüidos incluso públicamente por los súbditos”. Desgraciadamente, es difícil imaginar un peligro más próximo para la fe que todas estas propuestas recientes que pretenden consagrar un “divorcio católico”. Por ello, es necesario señalar, a tiempo y a destiempo, que estas propuestas son contrarias a la fe católica y no pueden aceptarse de ningún modo.
Como es lógico, preferiría dedicarme a hablar de temas más agradables en estos días navideños pero, a fin de cuentas, el Niño de Belén es la Verdad, así que proclamar esa Verdad es una forma de honrarlo tan buena como cantar villancicos (aunque sea menos divertida). No es casualidad que hoy, día 26 de diciembre, se celebre la memoria de San Esteban, el primer mártir, que dio su vida por la verdad del Evangelio.
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