Por Fernando Pascual |
La tentación, nuevamente, ha triunfado. Un bautizado ha caído en el pecado. Siente pena por el mal cometido. Siente rabia porque le faltó firmeza. Siente dolor al constatar el daño causado sobre otros.
El pecador necesita, íntimamente, encontrarse con la misericordia. Solo la certeza del amor de Cristo puede aliviarle. Solo el perdón puede superar su miseria.
Lo sabemos: Cristo es el Buen Samaritano que está junto al pecador, que se detiene para limpiar sus heridas, que lo lleva sobre los hombros, que lo introduce en la posada de la Iglesia.
Así han meditado algunos Padres de los primeros siglos la famosa parábola presentada por el Maestro (cf. Lc 10,30-37). El samaritano compasivo simboliza al mismo Jesús que busca al pecador herido.
Cuando el pecado nos duele, cuando lloramos por nuestras faltas, cuando sufrimos al vernos tan vulnerables, podemos abrir los ojos interiores para descubrir, nuevamente, al Señor a nuestro lado.
Su misericordia es capaz de borrar las manchas y devolver la limpieza del bautismo. Su Sangre limpia los pecados y regala vestiduras blancas a una multitud de redimidos (cf. Ap 7,14).
La gracia sopla fuerte. Con lágrimas interiores lloramos nuestras faltas, porque hemos ofendido a Dios y a los hermanos. Decidimos acudir al sacramento de la confesión para acoger el perdón que Dios ofrece en su Iglesia.
Nuevamente, ha vencido el Amor, porque Cristo está, hoy como siempre, junto a un pecador necesitado de misericordia y de esperanza.
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