Carlos AYALA RAMÍREZ | UCA – El Salvador |
Uno de los conceptos acuñados en los informes sobre desarrollo humano de las Naciones Unidas es el de “elección trágica”, que apunta al hecho de que una persona o familia se ve presionada u obligada a cambiar su lugar de residencia debido a que su integridad física o su seguridad se ve amenazada por la precariedad económica o por la violencia generalizada. Es una decisión difícil, concebida como la última opción de los desesperados, en el sentido de que se adopta cuando ya no hay más alternativas. Es elección trágica no solo porque obligadamente se produce una ruptura no deseada con la familia y la propia cultura, sino también por los peligros que supone un viaje en condiciones de indocumentado. Más todavía, cuando se llega al país de destino, se encuentran dificultades relacionadas con el idioma, la búsqueda de trabajo y el permanente riesgo de ser deportado.
En consecuencia, el concepto remite a la realidad de una población que ve vulnerados sus derechos tanto en su país de origen como en los de tránsito y destino. Desde la perspectiva de los derechos humanos, es preciso recordar que, independiente de la condición migratoria, los migrantes son, ante todo, personas que poseen una dignidad humana que debe ser respetada. En esta línea, el concilio Vaticano II, en su constitución Gaudium et spes, hizo cuatro aseveraciones que siguen teniendo plena vigencia. Primero, los migrantes “cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia”; segundo, “se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo”; tercero, “la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción”; y cuarto, “se debe apoyarlos para que traigan junto a sí a sus familiares, se procuren un alojamiento decente, y se favorezca su incorporación a la vida social del país o de la región que los acoge”.
Este enfoque ético y cristiano se ha vuelto a invocar ante el plan del presidente Trump, que pretende controlar el flujo migratorio de indocumentados mediante el levantamiento de un muro, la deportación masiva, el fin de las ciudades santuarios, la derogación de leyes que protegen de la deportación y la suspensión de políticas sociales que amparan al inmigrante, entre otras.
Frente a este plan, hay tres voces éticas y proféticas que merece la pena destacar. La primera, la del obispo de Roma, Francisco, quien ha señalado que las migraciones no son un peligro, sino un desafío para crecer. Ha enfatizado que este cambio de perspectiva implica también un cambio de actitud hacia los migrantes y los refugiados, el paso de una actitud defensiva y recelosa, de desinterés o de marginación —que, al final, corresponde a la “cultura del rechazo”— a una que ponga como fundamento la “cultura del encuentro”, la única capaz de construir un mundo más justo y fraterno. El papa insiste en que es necesario resolver la crisis migratoria en la raíz, esto es, enfrentando el problema de la injusticia y la violencia prevalentes en los países expulsores. De ahí que invite a realizar inversiones en esos lugares para que “la gente no se vea obligada a abandonar la propia tierra”.
La segunda palabra es de los obispos de la frontera entre Texas y el norte de México. Su primera actitud es de coherencia con el imperativo de atender el clamor de los pobres, en este caso, de los migrantes, en quienes escuchan la voz de Cristo. Recuerdan que, a través de los años, han visto de primera mano el sufrimiento causado por unas condiciones estructurales políticas y económicas que generan amenazas, deportaciones, impunidad y violencia extrema. Consideran que esta realidad se ha agravado con las medidas que las nuevas autoridades estadounidenses han implementado, produciendo separación de familias, pérdida de trabajo, persecuciones, discriminación, expresiones de racismo y deportaciones innecesarias. Reiteran el compromiso de atender y cuidar a los peregrinos, forasteros, exiliados y migrantes de todo tipo, declarando que todo pueblo tiene derecho a condiciones dignas para la vida humana, y si estas no se dan, tiene derecho a emigrar.
La tercera palabra es de la Provincia Centroamericana de la Compañía de Jesús, la Comisión Provincial de Apostolado Social y la Red Jesuita con Migrantes Centroamérica. Su voz profética denuncia las órdenes ejecutivas emitidas por la administración Trump, porque suponen violaciones graves a los derechos humanos y representan una política dirigida a estigmatizar y criminalizar a los migrantes. Desde una experiencia cristiana que unifica fe y justicia, fe y vida, se sienten llamados —en un tiempo de muros— a construir puentes entre personas, culturas y sociedades, a levantar sus voces y trabajar juntos para que los Estados centroamericanos y norteamericanos respeten los derechos humanos y el principio de la dignidad humana.
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