Un gigantesco error histórico: A cien años de la legislación anticatólica mexicana

un gigantesco error

Pbro. Tomás de Híjar Ornelas
Cronista de la Arquidiócesis
de Guadalajara

Una reflexión, el día en que se cumplen cien años de haberse promulgado la Ley Suprema que rige al pueblo de México, podría hacerse al calor de su mayor proeza: haber parido un “Ogro filantrópico”, a decir de Octavio Paz; esto es: el estatismo, que según las cuentas de Enrique Krause, sólo “hizo destrozos y prohijó indolencias”.

Constitución
presidencialista…
Para exaltar el poder y la preeminencia del Estado sobre las demás entidades sociales, el caudillo liberal Venustiano Carranza Garza asumió el Proyecto debatido en la Asamblea Constituyente de Querétaro omitiendo deliberadamente tres temas: el reconocimiento jurídico de los indios empeñados en mantener su identidad como tales; la autosuficiencia de las regiones económicas del país, trazada desde los tiempos novohispanos, y el reconocimiento a la cultura mexicana cuajada desde el Siglo XVII, que tuvo, en la religiosidad barroca y en el guadalupanismo, sus mejores exponentes.
Para sostener el esquema del que derivaría el sistema político mexicano, Carranza maquinó el asesinato, en 1919, de Emiliano Zapata Salazar, toleró el cacicazgo regional, y nada hizo para frenar la persecución religiosa, dejando a Plutarco Elías Calles la imposición de un nacionalismo ideológico urgido de suplantar con sus símbolos la profunda religiosidad de los mexicanos.

La Cristiada
Eso fue la brutal represión católica del callismo, que Krause califica como “un gigantesco error histórico, infligido por el fanatismo racional de un Presidente”. Empero, Plutarco Elías Calles nada hubiera podido hacer sin la legión de beneficiarios que le respaldaron, ya fuera haciéndose pasar por intérpretes de la voluntad del pueblo, como lo hicieron los líderes sindicales, o beneficiándose de los descalabros del país, coincidiendo unos y otros en la aniquilación del principio democrático, a cambio de un corporativismo clientelar que impuso la injusticia como moneda corriente, y como cortina de humo la cuestión religiosa.

El papel de la Iglesia en este batidillo
Nunca como ahora podemos ver, a 100 y 90 años de haberse promulgado la legislación anticatólica e iniciado la Guerra Cristera, que la Iglesia en México no era, como lo pensó Calles, los Obispos y el Clero de ese tiempo. De ser así, las tres expulsiones de Prelados decretadas por el Gobierno (de 1861 a 1864, de 1914 al 18, y de 1927 al 29) habrían acabado con ella o lo hubieran hecho las reiteradas etapas de suspensión del culto público entre 1914 y 17 y entre 1926 y 29, cuando, según las cuentas de Calles, descatolizar a México era cuestión de semanas.
No fue el Clero, sino los fieles laicos formados por las asociaciones de fieles de las últimas dos décadas del Siglo XIX y por el Catolicismo Social de los tres primeros lustros del siglo pasado, tanto como los desdeñados campesinos analfabetas pero creyentes de cepa, los que dieron la cara por la Institución al calor de sus convicciones religiosas, una vez superada su capacidad de tolerancia por la agresiva hegemonía estatista de la Revolución.
Los ‘arreglos’ entre los Obispos y el Gobierno para reanudar en 1929 el culto en los templos, y la postura del Estado ante la Iglesia, que se mantuvo después de ese año tanto o más hostil e insidiosa como antes de La Cristiada, seguirían dando, a los analistas, tela de dónde cortar.
Paradójicamente, cuando a partir de 1940 las asperezas comenzaron a limarse, no derivaría de ello un revisionismo jurídico realista, sino de negociaciones que, en su mejor momento fueron, a lo más, un toma y daca al margen de la legalidad entre los Obispos y el Gobierno, y lo mismo pasó durante la salida del escenario de las Leyes de Reforma, abrogadas en 1992 por un Carlos Salinas de Gortari urgido de remover tamaño absceso de la legislación mexicana, así fuera presentando tal hecho como una graciosa concesión de su parte, y no lo que ahora vemos: una jugada política poco transparente, toda vez que el derecho no se negocia; sólo  se reconoce y se respeta.

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