La foto como arte

La cuarta vez que he visto El león en invierno, hace un par de días, me ha decepcionado. Han pasado treinta años desde la segunda y tercera vez. No recordaba la fotografía de colores tan desvaídos. El color es realmente malo. He empleado un rato en buscar, sin éxito, en qué formato técnico fue filmada. Lo cierto es que, en este caso, el color pasa a ser algo esencial del visionado, para mal.
A eso se añade que ahora que sí que conozco esa época histórica, capto la falsedad de todas las escenas. No hay una sola escena a la que no se le pueda hacer una crítica de veracidad histórica.
La película ahora la veo como un mero teatro. Si dos reyes, el de Francia y el de Inglaterra, se sentaban a la mesa en un banquete, no lo hacían así, como aparece en la película. Tampoco se podía organizar una boda en mitad de la noche, como se muestra en otro momento. Tampoco las negociaciones entre monarcas se hacían como vemos en esa obra. Y este último sí que es un error de bulto y repetido todo el tiempo.
El autor del guion piensa al modo de una ópera. Las conversaciones diplomáticas en el siglo XII no se realizaban colocando a los príncipes escondidos detrás de un cortinaje, ni con Enrique II gritándole victorioso al rey de Francia que había logrado saber lo que tenía en su cabeza. Esas “negociaciones”, tal como se plantean en la película, solo tienen sentido con un público contemplándolas. De ningún modo tienen utilidad alguna en un verdadero intercambio de cesiones, por las dos partes, para evitar el mayor gasto de una campaña militar.
Ahora, en el año 2019, echo la mirada, no a la película, sino a mi forma de ver la película en tres momentos de mi vida. Viendo el objeto, recuerdo mi mirada infantil sobre ese objeto, aquella mirada santa del seminarista cándido y la actual mirada experimentada y ya más incapaz de gozar de las cosas de este mundo. La última ha sido la vez menos entusiasta, la que menos he disfrutado. Vanidad de vanidad, todo es vanidad. Quizá uno tiene que tener veinte años para entusiasmarse con las como entonces, por lo menos, como ya he dicho, con las cosas de este mundo.
Hay cosas espirituales con las que ahora siento más fervor que en aquella época de seminarista, tan querida para mí: la misa, la lectura de la Biblia, mi oración también es más serena y creo que más profunda que entonces…

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