Sobre la dirección espiritual de los seminarios


Los que lean mi futura obra sobre el obispo francés nunca se imaginarán cuánto trabajo me ha costado llegar a una conclusión acerca de la hora de maitines. Es solo una línea de la obra, pero a mí y a I see dead cats nos ha costado mucho.
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He leído la carta que Zelenka ha colocado con la carta que le envió Franco a Pío XII pidiendo la pidiendo la definición del dogma de la Asunción. Lo único que puedo concluir es ¡cuánto ha cambiado España! Hay más continuidad de la mentalidad entre la España del siglo XV y la del XVIII, que la España de 1960 y nosotros.
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Como este blog lo leen un cierto número de sacerdotes, me gustaría ofrecerles una conclusión a la que he llegado tras muy ponderada reflexión: el derecho de los seminaristas a su propia intimidad.
Ni el obispo ni el rector ni el director espiritual del seminario ni la priora ni la maestra de novicias tienen derecho a exigir que el seminarista o la novicia le abran su alma.
Partamos del hecho de que el director espiritual del seminario no tiene porqué ser el director espiritual de un seminarista. El director espiritual del seminario es una figura destacada, venerable, especialmente escogida, para que cada seminarista que así lo desee se dirija con él. Pero no es obligatorio dirigirse con él. El seminario ofrece esa figura, como también ofrece la figura del confesor del seminario, pero no es obligatorio ni confesarse con uno ni dirigirse con el otro. Simplemente, se ofrece. E, insisto, es alguien muy escogido, sabiamente escogido.
El director espiritual del seminario puede predicar acerca de la castidad cuantas veces lo desee. Puede repetir infinidad de veces que no se debe acceder al sacerdocio si no se ha alcanzado la castidad; que si alguien accede con ese vicio, será un desastre para su propia vida y para la Iglesia. Pero el director espiritual del seminario no debería preguntarle a un seminarista si es casto, salvo que sea su director espiritual, el de esa persona.
El seminarista ya es mayor y entiende las predicaciones. Y lo dicho vale para el formador del seminario con el que hable ese seminarista.
El formador le puede preguntar: “Qué, ¿cómo van las cosas? ¿Estás contento? ¿Tienes algún problema? ¿Estas ilusionado?”, etc., etc.
Pero el formador y director espiritual del seminario deben mantenerse en el fuero externo. Si la persona quiere abrirse con ellos, puede hacerlo: lo cual será lo normal porque tiene mucho trato con ellos y son sacerdotes muy escogidos.
Pero el seminarista tiene todo el derecho a mantenerse en el campo del fuero externo.
El formador es lógico que le ofrezca la posibilidad de conversar acerca de “cómo van las cosas”, pero nunca debe forzar la puerta de la intimidad, salvo que el seminarista le abra esa puerta.
El formador del seminario fácilmente puede creer que tiene la obligación de entrar en el alma de ese seminarista. No es así. Hará muy bien en asomarse, en tratar de ayudar, pero no en forzar esa puerta.
El formador del seminario puede dar consejos para que el seminarista mejore: “Mira, me parece que eres un poco soberbio, te enfadas mucho, tienes detalles de egoísmo”, etc. Pero debe mantenerse en el fuero externo.
Incluso, al entrar en un monasterio o en un seminario, no deben hacerse preguntas del fuero interno. El postulante o el seminarista escuchará muchas veces qué requisitos son necesarios para mantenerse dentro. El que lo recibe no está autorizado a preguntar acerca del fuero interno.
Aquí no vale el decir: “Yo pregunto, él puede callar”. Porque la posición de fuerza del que pregunta es excesiva. Además, si pregunta, es que él considera que tiene derecho a una respuesta.
Si no se observa esta separación entre fuero externo e interno, vienen muchos problemas. Hay reuniones periódicas de formadores con el rector para ver cómo van los seminaristas, para ver si hay algún problema, ¿calla el formador todo aquello que sepa del fuero interno? ¿Ha de decir ante todos, aunque sea de forma general, algo que ocurrió de manera totalmente oculta? Podría seguir poniendo más ejemplos de situaciones concretas verdaderamente complejas si el formador ha de dar una opinión de un seminarista sabiendo lo oculto. Los lectores pueden pensar que me estoy refiriendo a cuestiones del sexto mandamiento, pero puede haber hechos ocultos que ocurrieron una sola vez y que se refieren a otros mandamientos.
La distinción entre de externis y de internis debe ser escrupulosa. Por supuesto que el seminario ofrece magníficos sacerdotes para la dirección espiritual y lo lógico es que el seminarista aproveche esa magnífica posibilidad. Pero debe ser el seminarista el que abra la puerta. Esto vale también para la relación entre laicos en el seno de institutos seculares y prelaturas.
El obispo, al hablar con un sacerdote, debe ser como un padre; pero va a tomar decisiones de nombramientos respecto a ese presbítero. Si el sacerdote abre su alma ante él, hará muy bien. Pero si prefiere abrir su alma a otro, tiene todo el derecho del mundo y el obispo debe mantenerse en el campo del fuero externo. No será un mal sacerdote por no abrir su alma ante su obispo. Es un derecho. Y, en la Iglesia, no hay derechos malos.
En el caso del obispo, el mayor problema es para el obispo: “¿Puedo usar la información que ahora conozco para revocar la decisión de nombrarle para este puesto?”. Si lo conoce por la confesión, no puede, desde luego.
En general, aunque habría que hacer muchos matices, el obispo puede usar esa información oculta para tomar una decisión acerca de un nombramiento. Pero ya se ve lo problemático que es esto a nivel de conciencia para un obispo.
Sea dicho de paso, un obispo tiene derecho a no escuchar a un sacerdote en confesión.

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