Ocurre con frecuencia, por no decir siempre, que cuando determinados blogueros católicos escribimos en defensa de la verdad que está presente de forma absoluta en nuestra fe, recibimos la acusación de no tener caridad, de ser integristas, fariseos, etc.
Es cierto que la verdad sin caridad se convierte en una pálida sombra de lo que Dios quiere para el hombre. Siendo ella la que, según Cristo, nos hace libres, corremos el riesgo de afearla, de convertirla en un instrumento de agresión más que de salvación. Como dice San Pablo “Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero la más excelente de ellas es la caridad” (1ª Cor 13,13).
Cuando el Padre manda al Hijo a morir por nosotros en la Cruz, lo que brilla es el amor. No en vano, como recuerda San Juan, “Dios es caridad” (1 Jn 5,8;16) -vale igual decir “amor"-. Pero también dice la Escritura que “si alguno de vosotros se extravía de la verdad y otro logra reducirle, sepa que quien convierte a un pecador de su errado camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados” (St 5,19-20). No sé ustedes, pero a mí se me ocurren pocas cosas que demuestren tanto amor por el prójimo como ayudarle a salvar su alma. Y sé que no hablo solo por mí sino por la inmensa mayoría de esos blogueros si digo que lo que buscamos con nuestros escritos no es el demostrar lo mucho o poco que sabemos, que al fin y al cabo lo sabemos por el don de la fe, sino para ser instrumentos en las manos de Dios de cara a la salvación de los hombres.
Además, no tenemos nada de qué presumir o de lo que gloriarnos. Hacemos lo que debemos. Como Cristo dijo: “Así también vosotros, cuando hiciereis estas cosas que os están mandadas, decid: Somos siervos inútiles; lo que teníamos que hacer, eso hicimos” (Luc 17,10). Y “evangelizar no es gloria para mí, sino necesidad. ¡Ay de mí si no evangelizara!” (1ª Cor 9,16).
Aun así, a veces es patente que nuestra “carnalidad” aparece en la labor que llevamos a cabo. Nos queda mucho para llegar a decir con San Pablo “y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gal 2,20). Además, no es igual saber la verdad y comunicarla que andar en ella. Cuántas veces ha sonado en mi conciencia el trueno de la voz de Dios que dice: “Tú, en suma, que enseñas a otros, ¿cómo no te enseñas a ti mismo?” (Rom 2,21). Es por ello que os ruego que recéis mucho para que el Señor nos conceda crecer en santidad y para que podamos dejar a un lado nuestras miserias cuando cumplimos el servicio de ser testigos de su evangelio y de la fe de su Iglesia. Necesitamos vuestras oraciones como el campo seco la lluvia. Especialmente, rezad para que la soberbia no se enseñoree de nuestras almas. Es quizás la principal tentación a la que nos enfrentamos.
Pero pecados, defectos y miserias humanas aparte, lo cierto es que hoy es quizás más necesario que nunca defender la verdad y combatir el error. No creo exagerar si digo que es una auténtica batalla por las alma de millones. Una guerra total, sin descanso. Y San Pablo la describe muy bien: “no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus del mal, que habitan en los espacios celestes” (Ef 6,12). No pasamos de ser simples soldados de infantería bajo al mando de Cristo, nuestro gran Rey, quien ya derrotó a Satanás y sus huestes en la cruz (Col 2,14), pero sin duda el Señor nos quiere en el campo de batalla.
Uno de los más formidables enemigos que tenemos que enfrentar es la falsa imagen de un Dios misericordioso al que le da igual el pecado del hombre. Ese falso Dios perdona dejando al pecador en sus pecados. Ese falso Dios parece incapaz de liberar a las almas de la esclavitud del error. Ese falso Dios salva a todos sin en realidad salvar a nadie, porque ya me dirán ustedes qué tipo de salvación es aquella que nos deja atados al viejo Adán y no nos conduce a la vida eterna en el nuevo Adán, que es Cristo.
Ese falso Dios es fruto de un desconocimiento absoluto del poder de la gracia. Se pisotea la gracia de Cristo, la cruz de Cristo, la sangre de Cristo, cuando se predica un falso evangelio que consiste en repetir “Ni yo te condeno tampoco” a la vez que se oculta “vete y no peques más” (Jn 8,11). Son muchos los que, a veces con sana intención, pretenden ser más buenos que Dios. Convertimos la buena nueva “Dios nos ha salvado” en la gran mentira “Dios nos ha salvado… pero ahí os quedáis en vuestros pecados, en vuestra incapacidad de ser fieles, etc".
Mas como nos recuerda el profeta Ezequiel en uno de los pasajes más maravillosos de la Escritura, el Señor nos pide: “Volveos y convertíos de vuestros pecados, y así no serán la causa de vuestra ruina… Arrojad de sobre vosotros todas las iniquidades que cometéis, y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo… Que no quiero yo la muerte del que muere. Convertíos y vivid” (Ez 18-30-32).
Es lógico que el mundo, en el sentido bíblico del término, rechace a ese Dios (Jn 3,19) que ama tanto al hombre que envía a su Hijo en rescate a la vez que pide, y concede, la conversión. Pero lo que no podemos consentir, de ninguna de las maneras, es que dentro de la propia Iglesia campen a sus anchas los enemigos de la verdad y la auténtica caridad. Como advierte el apóstol: “Pues esos falsos apóstoles, obreros engañosos, se disfrazan de apóstoles de Cristo; y no es maravilla, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. No es, pues, mucho que sus ministros se disfracen de ministros de la justicia” (2ª Cor 11,13-15).
Huid como alma que lleva el diablo de los falsos maestros, o hermanos, que os hablan de un Dios que ama el pecador pero no detesta el pecado. Huid del abismo de la condenación que oculta el poder del Espíritu Santo para transformarnos a imagen de Cristo, de forma que dejemos atrás todo aquello que nos aleja de la comunión plena con el Padre. Creed en Dios, pero no como los demonios, de quienes la Escritura dice “Mas también los demonios creen y tiemblan” (Stg 2,19). Y, nuevamente, os ruego que recéis por aquellos que, en medio de nuestras imperfecciones y pecados, intentamos servir al Señor y su Iglesia, en comunión con nuestros pastores, en esta guerra por la salvación de muchos. Que Dios nos llene de su caridad para poder comunicar su verdad con amor, paciencia y sin amargura.
Luis Fernando Pérez Bustamante
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