Cuando el monje agustino Martín Lutero quiso liberar a la Escritura de las garras de la institución romana, y ponerla a disposición de todos los cristianos, no se percató que, junto con romper las cadenas del Magisterio, dejó a la Biblia aislada de todo el contexto que le entregaba la Tradición, la liturgia y la historia. Ya en vida, el padre de la reforma protestante tuvo oportunidad de lamentar la proliferación de sectas, y las amargas disputas entre ellos, pues cada uno se creía inspirado por Dios.
A pesar de ello, ha perdurado y se ha extendido entre los cristianos este mito de que la Escritura se basta a sí misma y que todo contexto es una puerta abierta para la corrupción humana. De hecho, ante la pregunta acerca de donde proviene la autoridad de la Biblia, la mayoría responderá algo en referencia a su contenido edificante para la vida , y otros se imaginarán que un ángel se lo entregó a los apóstoles, o que fue encontrada en una caverna, completa con tapas de oro y tabla de contenidos. Incluso puede que muchos tengan en mente esa escena de Los Diez Mandamientos, cuando el dedo de Dios escribe sobre las tablas de la ley, para pensar que lo mismo se aplica a toda la Biblia.
En cualquier caso, la enorme mayoría de los cristianos simplemente asume que la Biblia es el pilar fundamental del cristianismo, al punto que la Iglesia no puede ir más allá de lo que aparece en la Escritura y tan esencial que de otro modo no puede haber cristianismo. Este es un error fundamental, que lleva a muchos malos entendidos y que solo puede ser corregido aprendiendo acerca de cómo llegamos a contar con esta colección de 77 libros titulada “La Biblia”.
El nuevo testamento
Para la imagen actual que tenemos de Jesús, como un mesías con un mensaje de proyección universal, puede parecer extraño que el fundador del cristianismo no haya escrito nada. Para los católicos, en cambio, esto es tremendamente significativo, porque pone de relieve que la Palabra de Dios no está en un papel, sino que se encarno en un hombre, y dejó a una Iglesia de hombres como la encargada de transmitir Su mensaje a todas las naciones de la tierra.
La primera generación de cristianos tampoco tenían dentro de sus prioridades el “escribir” un Nuevo Testamento. De hecho, la única vez que en la Biblia encontramos esa expresión “Nuevo Testamento” no se refiere a una colección de libros o a algún documento escrito, sino a la celebración de la eucaristía. A eso se dedicaron los apóstoles: a predicar el mensaje en el contexto de la celebración de los sacramentos, y tan exitosa fue esta misión que apenas 40 años después de la crucifixión, había comunidades cristianas en todas las ciudades del imperio romano. Sin embargo esto significó también que menos de la mitad del Nuevo Testamento fuera escrito por los apóstoles. De las epístolas, solo contamos con las palabras de Pedro, Juan y Santiago (precisamente los apóstoles más cercanos a Jesús), además de una brevísima carta de San Judas, obviamente, no el traidor, sino el hermano de Santiago.
Visto así, puede resultar llamativo que no tengamos nada escrito por los restantes apóstoles, Andrés, Felipe, Natanael o Simón el Celote, pero eso muestra la importancia que tuvo para ellos la predicación del evangelio y la celebración de los sacramentos, por sobre la labor de recopilar un libro que consignara lo que hizo y enseñó Jesús. Tampoco podemos dejar de notar que ni los evangelios, ni las epístolas ni el Apocalipsis presentan una recopilación sistematizada y ordenada de la doctrina cristiana (como la podríamos encontrar en un catecismo o una ley) sino que cada uno de esos textos surge como respuesta a asuntos puntuales, y en ellos, junto con la enseñanza, se tratan asuntos pastorales, litúrgicos y disciplinarios de la más diversa índole.
Con esto quiero decir que, por toda la importancia que la Biblia tiene en el plan de Dios para la salvación de la humanidad, es evidente que recopilar en un solo libro todo lo necesario para equipar al cristiano, no estaba entre los planes de la Iglesia primitiva.
Mucho se ha escrito acerca de los criterios que se usaron para decidir qué libros formaban parte de Nuevo Testamento (antigüedad, uso en la liturgia, autoría por un apóstol, ortodoxia), pero la verdad es que no hubo un pronunciamiento formal al respecto, hasta el Concilio de Trento en 1563. Esta fecha puede parecer sorprendente, por lo tardía que resulta, y porque en general se entiende que el canon del Nuevo Testamento al menos habría quedado fijado con la traducción que hizo San Jerónimo para el Papa en 405, conocida como la Vulgata, pero como suele ocurrir en asuntos de la Iglesia, el Magisterio se suele abocar a definir un punto de doctrina cuando llega a ser controvertido. Antes de eso, deja en libertad a los fieles y permite que la Iglesia se desarrolle naturalmente.
La lista más antigua de los libros del Nuevo Testamento se conoce como el “Canon Muratoriano” (por haber sido encontrado por Ludovico Antonio Muratori, en 1740), que se remonta al año 170, y menciona buena parte de los textos que se encuentran en nuestras Biblias, pero omite algunos, como la carta a los Hebreos, y menciona otros, como el Apocalipsis de Pedro. La primera referencia histórica a los 27 libros que conocemos como el canon definitivo, se remonta al año 367, en una carta de San Atanasio de Alejandría; y también hay referencias a un Sínodo o Concilio de Hipo que en ese año habría referido el mismo listado, ratificado en 393 por un Concilio de Cartago.
En este proceso hubo episodios fascinantes como la herejía de Marción, la temprana unanimidad que se formó en torno a los cuatro evangelios, y el rechazo de los apócrifos; pero lo que se destaca es que fue todo muy “humano” y poco de divino o milagroso, al menos en lo evidente. A algunos puede molestar esta forma de definir el canon, pero creo que de cierta forma es un reflejo de la persona de NSJC, donde Su divinidad no es evidente, sino que se encuentra oculta tras su humanidad.
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