Por Gracia de Dios, el día de las Vísperas de Navidad, por la mañana, el Padre del Cielo adelantó los regalos para nuestra Iglesia Diocesana: 2 Sacerdotes y 31 Diáconos, de los cuales, por pura Misericordia, soy uno de ellos.
Mi nombre es Jesús Emmanuel Moya Hernández. El Señor me ha llamado desde el vientre de mi madre para configurarme con Él. Me ha sacado de una cuna muy especial, la cuna del mariachi, tierra de San Miguel Arcángel y de Santo Sabás Reyes Salazar: Cocula, Jalisco. Me ha tomado de una familia católica, de cuatro hermanos. Me ha elegido entre muchos de mis amigos y compañeros -y ciertamente no por ser el mejor-, y me unió a otros compañeros de camino, hermanos en la llamada que Cristo nos ha dirigido, a los cuales nos ha mirado con ternura y nos invitó a estar con Él y a continuar la misión que Él inauguró hace dos mil años: llevar a todos los hombres el Amor de Dios, el cual generará en los corazones la auténtica felicidad y construirá la Civilización del Amor en el mundo.
Llegó el tiempo…
Después de aproximadamente 11 años de haber dejado la casa de nuestros padres para lanzarnos a la aventura del seguimiento de Cristo; después de pasar por variadas experiencias en nuestra vida; después de conocer a Aquél a quien seguimos, y gracias a la oración, al sacrificio y a la ayuda de muchísimas personas, hemos sido ordenados Diáconos 31 seminaristas. El recibir el Sagrado Orden del Diaconado ha sido una experiencia real de Dios, pues nos demuestra, una vez más, que Él es fiel, que no juega con nosotros, que siempre cumple su palabra, que cuando ha puesto la mirada en nosotros -si nos dejamos mirar-, hace maravillas.
Llegó el día…
El 24 de diciembre fue un día maravilloso, en el que parecía mentira que Cristo nos consagraría para servir a su Iglesia. Maravilloso por lo misericordioso que Dios ha sido con nosotros; por contar con nuestra Madre del Cielo, la Patrona de nuestra Arquidiócesis, la Madre de los Sacerdotes, que se hacía presente en la imagen de la Virgen de Zapopan, la cual hemos visto desde que entramos al Seminario, y que vino a presenciar el nacimiento de su hijo Jesús en cada uno de los ordenandos. Maravilloso, por el apoyo de nuestras familias, amigos, formadores, bienhechores y de todas las personas que Dios ha puesto en nuestro camino a lo largo de nuestra vida y nuestra formación.
Llegó el momento…
Después del Evangelio comenzaron a llamarnos por nuestros nombres, y tras presentarnos ante nuestro Arzobispo, comenzó la Homilía. Las palabras del señor Cardenal José Francisco Robles Ortega se centraron en algunos rasgos característicos de la persona del Presbítero y del Diácono y, sobre todo, nos alentó a servir con alegría, tanto a Dios como a los hombres.
Enseguida afirmamos, ante el Pueblo de Dios reunido en el Templo Parroquial de san Bernardo, que queríamos sinceramente consagrar nuestras vidas al servicio de la Iglesia, e hicimos la promesa de observar el celibato perpetuo por el Reino de los Cielos, así como obedecer y respetar a Cristo en la persona de nuestro Arzobispo. A continuación comenzó la Letanía de los Santos, en la que se invocó la intercesión de aquellos que siguieron al Cordero a donde quiera, incluso hasta la Cruz, implorando que nos sirvan de estímulo para tener siempre a Cristo en el centro de nuestro corazón.
Llegó la hora…
La hora del rito “más propio” de la Ordenación: la Imposición de manos y la Oración consecratoria, por las cuales se invocó la fuerza del Espíritu Santo para que nos consagrara como Diáconos y así quedar habilitados para servir al santo Pueblo de Dios. Tras este momento, el más fuerte de la Ordenación de Diáconos, se nos revistió con las vestimentas propias: la estola cruzada y la dalmática; también se nos entregó el Evangelio, el cual anunciaremos a tiempo y a destiempo, con nuestras palabras y con nuestras obras. Y después del saludo de la paz con el señor Cardenal, siguió la Solemne Eucaristía con el Ofertorio. ¡Ahora ya éramos Diáconos! Al terminar la Santa Misa, nuestro Pastor Diocesano nos recordó que hemos recibido un gran regalo, pero también un gran compromiso, al que hay que ser fieles.
Llegó la acción…
Aún no hemos llegado a la meta, que sólo alcanzaremos en el Cielo. Por eso, a nombre de mis compañeros, les suplico que rueguen por nosotros para que cada día crezcamos a imagen de Jesús; para que la gente pueda ver en nosotros a Jesús; oren por nuestra perseverancia; que siempre nos aferremos sólo a Jesús; imploren para que lleguemos a ser santos y saciemos la sed de Jesús y las necesidades de nuestros hermanos; encomiéndennos para que siempre nuestros preferidos sean los pobres, los excluidos, los enfermos…

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