En la primera entrega mostramos el reconocimiento de los santos Padres al deporte como instrumento valioso para forjar el carácter y la dignidad de la Persona y en ésta sus ponderaciones respecto al bien que provoca a la salud del Espíritu.
En el número 61 de Guadium et Spes se dice: “Pues con la disminución ya generalizada del tiempo de trabajo aumentan para muchos hombres las posibilidades. Empléense los descansos oportunamente para distracción del ánimo y para consolidar la salud del espíritu y del cuerpo, con ejercicios y manifestaciones deportivas, que ayudan a conservar el equilibrio espiritual, incluso en la comunidad, y a establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas”.
Después del concilio, este segundo aspecto de establecer relaciones fraternas entre los hombres de todas las clases, naciones y razas ha sido ampliamente desarrollado. Con su lenguaje universal, el deporte tiene la capacidad de aglomerar personas de diverso países, culturas, razas y lenguas. Pablo VI, por ejemplo, en un saludo a los atletas de la XIX Olimpiada, notaba: “Procedéis de tantos países, representáis ambientes y culturas, pero os une un idéntico ideal: vincular a todos los hombres con la amistad, la comprensión y la recíproca estima. Esto prueba que vuestra meta final es algo más elevada: la paz universal. Vuestra tarea es contribuir a que los campos de batalla se transformen en palestras y que al odio suceda el amor”.
Además de este bien de promover la comunión entre la humanidad, ¿Cómo es posible que el deporte realiza el último fin mencionado por Pío XII, el de acercar el hombre a Dios? Con los papas Pablo VI y Juan Pablo II sobre todo, podemos constatar un incremento en las audiencias de los atletas con el Pontífice. En un discurso a las ciclistas del Giro de Italia, Pablo VI respondía a la pregunta: ¿Por qué los deportistas quieren ver el Papa? Tocando el motivo más profundo, decía: “Porque el deporte es símbolo de una realidad espiritual aunque escondida, que constituye la trama de nuestra vida. Luego continuaba: “La vida es un esfuerzo, la vida es una competencia, la vida es un riesgo, la vida es una carrera; la vida es una esperanza hacia la meta final, una meta que trasciende la escena de la experiencia común, y que el alma entrevé y la religión nos presenta”.
¡Qué hermosas y verdaderas son estas palabras del Papa! La vida realmente es un esfuerzo. Y el deporte nos ayuda a vivir mejor esto esfuerzo. Muchos papas han subrayado el aspecto ascético del deporte, a la luz de las palabras de San Pablo. Muchas veces, hacían referencia a la carta a Timoteo: He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe. Y desde ahora me aguarda la corona de la justicia” (2 Tim 4,7-8). Pero el texto por excelencia es 1 Cor 9, 24-27. Refriéndose a este pasaje del Apóstol, Pablo VI decía: “El deportista ofrece a San Pablo un argumento, que del campo físico pasa al espiritual, y que por lo tanto puede refluir desde el campo práctico de la vida vivida”: Todos los atletas se imponen una rigorosa abstinencia (1Cor9,24-27). Las cosas fuertes, las cosas grandes, las cosas bellas, las cosas perfectas son difíciles, y exigen una renuncia, un esfuerzo, un compromiso, una paciencia, un sacrifico.
El deporte estimula
la grandeza espiritual
También, el Papa de los deportistas, San Juan Pablo II, ha afirmado en tantas ocasiones que la práctica del deporte en su sentido más noble y auténtico trae siempre a la memoria el ideal de virtudes humanas y cristianas que, no solamente contribuyen a la formación física y psíquica, sino que también inician y estimulan a la fuerza y a la grandeza espiritual.
Pero, en el Jubileo Internacional de Deporte, durante el Año de la Redención 1984, San Juan Pablo II ha visto todavía algo más en este célebre pasaje de San Pablo a los Corintios (1Cor 9,24.27): “El Apóstol de las gentes, ha reconocido, por tanto, la fundamental validez del deporte, considerándolo no solamente como término de comparación para ilustrar un superior ideal ético y ascético, sino también en su intrínseca realidad de coadyuvante para la formación del hombre y de componente de su cultura y de su civilización.”
Siguiendo el ejemplo del Apóstol, San Juan Pablo II no dudaba en incluir el deporte entre el conjunto de los valores humanos, pues representa un beneficio para la promoción y formación humana. Y comentando el mismo pasaje de San Pablo, añade: “Encontramos en estas palabras los elementos para delinear no solo una antropología sino una ética del deporte y también una teología, que haga resaltar todo su valor.
El deporte, cuando es visto y practicado en una manera no banal, es decir, cuando es practicado a la luz de estos cuatro fines numerados por Pío XII (Semanario 1057), entonces brilla su validez fundamental y todo su valor. Por eso, la perspectiva cristiana del deporte no se limita a enumerar algunos principios éticos que deben ser aplicados al deporte como si fueran algo extraño al deporte mismo. Tampoco basta introducir algún acto religioso en la práctica deportiva casi como algo forzado e incompatible con el mismo. No, la perspectiva cristiana es mucho más amplia y connatural con la esencia de las actividades deportivas y busca resaltar y vivir la verdad cristiana sobre lo que es el hombre y la sociedad.
Aunque el deporte tiene este valor en sí mismo, estos valores non son garantizados…ellos deben ser purificados y renovados continuamente. Por eso, durante el Jubileo del Deporte del año 2000, San Juan Pablo II pidió hacer un examen de conciencia sobre el deporte, para que éste pudiera responder a las exigencias de nuestro tiempo y superar cualquier desviación que pudiera producirse en él.
Dentro del horizonte de los cuatro fines de deporte, nace un programa pastoral para el mundo del deporte. Se trata a la vez de recuperar, salvaguardar, y poner en evidencia estos cuatro fines en manera tal que el deporte esté siempre al servicio del hombre, y no el hombre al servicio del deporte.
*Ecclesia, XX, n. 3, 2006
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