Homilía Domingo 22 t.o. (A)

(Cfr. www.almudi.org)

 

(Jer 20,7-9) "Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir"
(Rm 12,1-2) "Transformaos por la renovación de la mente"
(Mt 16,21-27) "Si uno quiere salvar su vida la perderá"

--- La Iglesia, comunidad de fe y amor
“Dios, Padre todopoderoso, de quien procede todo don perfecto, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y reaviva nuestra fe”.
El programa para la vida de Fe nos lo traza San Pablo: "Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual. Y no os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestra mente, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rm 12:1-2).
La fe cristiana es ante todo ofrenda de sí mismo como sacrificio viviente: porque Dios, antes que nada pide nuestro corazón. Nos espera a nosotros, nuestro trabajo, nuestros sufrimientos. Así se ejercita el sacerdocio real, a lo que el Concilio Vaticano II ha invitado a todos, incluido los laicos. Y efectivamente, hablando de la función de los laicos en la Iglesia, ha puesto de relieve que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas... el trabajo cotidiano, el descanso del cuerpo y del alma, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (Lumen Gentium 34).
De este modo, nuestra vida, aunque oculta, monótona, insignificante a los ojos de los hombres, se hace extraordinariamente preciosa ante Dios: se hace adhesión a Él, a su palabra de verdad y a su mensaje evangélico; convencida adhesión a la Santa Iglesia y a su Magisterio; sacrificio continuo en unión con el de Jesús: firme repulsa de errores y concepciones que van contra la Palabra de Dios, oponiéndose con los valores eternos a los pseudo-valores que “la mentalidad de este mundo” quisiera contraponer a la indefectiblemente Revelación, en contra de la santidad de las costumbres, del respeto a la vida humana en todas sus formas, ya desde la concepción, en contra de la indisolubilidad y sacralidad del matrimonio, etc.
“No os ajustéis...sino transformaos”, nos exhorta San Pablo: y así la fe se traduce en práctica afectiva, coherente, decisiva, al “discernir lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que agrada, lo perfecto”.
De la fe nace el amor: he aquí este segundo polo insustituible de la “comunidad de amor”.
Las lecturas de la Misa de este domingo nos ofrecen una enseñanza fortísima sobre la totalidad del amor que Dios nos pide. El profeta Jeremías, en el pasaje recién leído al que se ha denominado sus “confesiones”, reconoce en términos dramáticos la fuerza del amor de Dios, que lo ha llamado a profetizar para la conversión de su pueblo: “Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir... Era en mis entrañas fuego ardiente, encerrado en los huesos; intentaba contenerlo, y no podía” (Jer 20,7,9). El profeta respondió plenamente a la llamada de Dios, que también lo hacía signo de contradicción, se dejó “aferrar” por Dios, a quien se adhirió con todas sus fuerzas.

--- Entrega de uno mismo
Lo mismo nos pide Jesucristo, Hijo del Padre: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará...¿Qué podrá dar el hombre para recobrar su vida?” (Mt 16,24 ss.).
Debemos seguir a Cristo con la fuerza del amor. Debemos dar amor por amor. Porque Él nos amó primero: por amor nuestro se encaminó por la senda de la cruz, previendo con anticipación todos los detalles dolorosos, y oponiéndose resueltamente a las interpretaciones seductoras y a los consejos de prudencia humana que incluso Pedro intentaba darle. ¿Quién ha sido más privilegiado por Cristo que Pedro? Y sin embargo, lo llama hasta “satanás”, cuando intenta desviar al Maestro del camino real de la cruz. He aquí cuánto nos ha amado Jesucristo: a precio de su misma sangre, con la obediencia ofrecida al Padre, sin pedir nada para sí.
También a cada uno pide Jesús la totalidad del don de sí mismo: nos pide seguirle por nuestro “Via Crucis” cotidiano, no negarle las conquistas, conseguidas a veces a precios de heroísmos ocultos, que Él exige a quien quiere permanecer fiel siempre y a cualquier costa; nos pide llevar la cruz de nuestra vida cotidiana, sin retroceder, agarrándonos a Él para no caer por desconfianza o cansancio; y, desde luego, sin traicionarle jamás, en la perspectiva del juicio final: “Porque el Hijo del hombre -así termina el Evangelio de hoy- vendrá con la gloria de su Padre... y entonces pagará a cada uno según su conducta” (Mt 16,27). Y como se ha dicho seremos juzgados de amor.

--- Adhesión a la Palabra de Dios. De la fe nace el amor
Amor de Dios “con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente” (cfr. Mt 22,37): el amor al hermano como a nosotros mismos (ib., 22,39), “Por lo cual el amor de Dios y del prójimo es el primero y el mayor mandamiento -ha vuelto a afirmar el Vaticano II-... Más aún, el Señor Jesús, cuando ruega al Padre que 'todos sean uno, como nosotros somos uno' (Jn 17,21),sugiere una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad. Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera  de sí mismo a los demás” (Gaudium et Spes 24).
“Dios, Padre todopoderoso, infunde en nuestros corazones el amor y reaviva nuestra fe”.
¡Sed fieles.../ Fieles siempre, sin ajustaros a la mentalidad de este mundo./ Fieles siempre, transformando vuestra mente, y siendo un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios.
Fieles en seguir la luz de Cristo./ En poner a Dios en primer lugar. “Oh Dios, Tú eres mi Dios, por ti madrugo,/ mi alma está sedienta de Ti;/ mi carne tiene ansia de Ti.../ Tu gracia vale más que la vida,/ te alabarán mis labios./ Toda mi vida te bendeciré/ y alzaré las manos invocándote” (Salmo responsorial).

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