Ser anciano en el siglo XXI

Fabián Acosta Rico

En el principio

En el imaginario religioso occidental, pervive la idea entendida de la condición inmortal del hombre en su origen. Nacidos perfectos, relata el Génesis, los primeros padres, Adán y Eva, fueron concebidos jóvenes y hermosos; la muerte no los tocaba ni sus cuerpos sufrían deterioro alguno por el discurrir del tiempo; eran seres inmortales por favor divino; gozaban de una existencia paradisiaca; no pasaban carencia alguna bajo el manto del Señor.

Pero desobedecieron, y su existir se ensombreció; se volvieron frágiles, vulnerables; conocieron por vez primera el sufrimiento. Con apego al sagrado texto, esta es la condición  actual de la humanidad en su orfandad de Dios. ¿No anhelamos, de manera colectiva e inconsciente, los pueblos cristianos, recuperar la otrora condición semi-divina?

El privilegio de ser joven

En efecto, soñamos con ser nuevamente jóvenes pero bajo las indicaciones e imperativos de un contexto cultual distinto, un contexto alejado de Dios.

Nos dice la historia que algunos exploradores españoles, inmersos en la cultura cargada de mitos y leyendas medievales, soñaban con encontrar la fuente de la eterna juventud. Los viejos alquimistas añoraban crear la piedra filosofal, la cual, daría a su poseedor perfección, sabiduría, juventud  e inmortalidad.

Esta  añoranza; esta sed de plenitud y perfección ha renacido, como ya lo anticipábamos, bajo un horizonte cultural diferente, uno marcado por la modernidad y la postmodernidad. La vejez y la muerte, bajo los nuevos y seculares credos que ponderan la innovación y el progreso, se han vuelto pecaminosos y vergonzosos.

Ocultamos nuestra edad; no queremos envejecer. Padecemos una especie de paidocracia entendida como el imperio de la juventud; ellos, los jóvenes, mandan y establecen las pautas culturales que norman o rigen a las sociedades contemporáneas. La constante hoy en día es el cambio.

La humanidad padece los efectos de una constante innovación tecnológica que nos obliga a actualizarnos constantemente. Hay que estar abiertos a la renovación, a la reinvención.  El joven por su naturaleza física y mental y por su predisposición a explorar su realidad, a buscar horizontes nuevos, sabe adaptarse fácilmente al frenesí de una modernidad que avanza al compás del desarrollo tecnológico y del avance científico.

Ser joven dejó de ser sinónimo de inexperiencia, de falta de dominio sobre los impulsos primarios; por el contrario para ellos está pensado el mundo moderno; son sus más preciados habitantes, ellos comprenden mejor que nadie sus demandas y le siguen su ritmo.

El anciano, un ser obsoleto

En cambio el mal llamado anciano es visto bajo está nuevas perspectiva como un ser obsoleto que no encaja en los parámetros de belleza y lozanía actuales; se le recrimina su nostalgia y el mantenerse reticente a aceptar y adoptar los cambios generados por el progreso. Los ancianos permanecen aferrados a su pasado, de cara a una sociedad que ve hacía el futuro ignorando cada vez más el ayer; pues mirar hacía a tras conlleva rezagarse, perderse el momento; todo instante es importe; en cada minuto, según nos enteran las nuevas tecnologías de la información, algo curioso o interesante está pasando en cualquier parte del mundo; y debemos estar obligadamente enterados para no  atrasarnos; para no dar señales de fatiga en este maratón constante de noticias.

En la modernidad estática, surgida después de la Segunda Guerra Mundial, ser joven era sinónimo de rebeldía, de inconformidad con el sistema y con las instituciones que lo hacían funcionar; el hombre adulto con esposa e hijos era la figura exaltada por el orden tanto capitalista como comunista; este hombre sabía cuál era su lugar y cumplía con sus obligaciones le era obediente y sumiso al mercado o a la ideología, bastaba con pagarle a tiempo para tenerlo conformen complaciente con un vida gregaria y sin sobresaltos. En esta modernidad, el anciano, el viejo, por su gastada fuerza de trabajo, empezaba a ser relegado (no produce y consume poco).

La modernidad líquida o actual lo vuelve a condenar y a desacreditar por obsoleto, por pasado de moda. El choque generacional golpea como nunca al adulto, pero paradójicamente, a pesar del desprecio que la cultura actual le tributa, las sociedades, sobre todo las occidentales, están envejeciendo. 

Una sociedad de adultos

El modelo de familia sueca le apostó a liberar a los hijos de la opresión de los padres; y a los padres de la responsabilidad de criar y mantener a los hijos; el viejo paradigma de familia fue desacreditado al imponerse un individualismo que aconsejaba vivir para uno mismo, sin más responsabilidad que alcanzar las propias metas. Las parejas dejaron de procrear y con el tiempo envejecieron viendo despoblarse de niños las guarderías y las escuelas. No sólo en Suecia; sino en la inmensa mayorías de los países de Europa occidental las tasas de natalidad ha ido a la baja; la descompensación demográfica en cierta medida sea paliado con la llegada de emigrantes de Medio Oriente y África.

En Japón la mística del trabajo; las exigencias de una sociedad productiva que demanda eficacia, han ocasionado que muchos hombres y mujeres nipones pospongan sus planes de casarse. Algunos adultos mayores de 30 años se mantienen vírgenes; y palean sus carencias afectivas y emocionales con robots sexuales o incorporándose a la cultura otaku como seguidores o fans de las cantantes adolescentes conocidas como Idols. Los llamados ancianos pronto, en muchas sociedades, serán mayoría porque procrear, como bien lo dice Zygmunt Bauman, es para el individuo de la modernidad una mala “inversión”.  Nos encaminamos hacía un tipo de sociedad de adultos y de gente mayor en la que los niños serán una rareza y un lujo. Y así será hasta que el destino nos alcance.               

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