La Cuaresma, que comienza hoy, es un “camino de esperanza” porque está orientada a la Pascua, a “hacernos resurgir con Cristo”, pero “el hecho de que Jesús nos haya abierto el camino a la vida eterna “no quiere decir que Él ha hecho todo y nosotros no debemos hacer nada, que Él ha atravesado la cruz y nosotros “vamos al paraíso en un carruaje”. No, no quiere decir esto. No es así. Nuestra salvación es ciertamente un don suyo, pero, como es una historia de amor, requiere de nuestro “si” y nuestra participación, como nos demuestra María, nuestra Madre, y después de ella, todos los santos”.
El significado de la Cuaresma como “tiempo de esperanza” fue el centro de la catequesis del Papa Francisco en la audiencia general del Miércoles de Ceniza. En efecto, el Papa les recordó a las 20.000 personas presentes en la plaza San Pedro, que “la Cuaresma ha sido instituida en la Iglesia como tiempo de preparación para la Pascua, y por lo tanto, todo el sentido de este periodo de cuarenta días es iluminado por el misterio pascual, hacia el cual está orientado. Podemos imaginar al Señor Resucitado que nos llama a salir de nuestras tinieblas, y nosotros nos ponemos en camino hacia Él, que es la Luz. Y la Cuaresma es un camino hacia Jesús Resucitado. La Cuaresma es un periodo de penitencia, también de mortificación, pero no un fin en sí mismo, sino que el fin hacia el cual se orienta es hacernos resurgir con Cristo, renovar nuestra identidad bautismal, es decir, renacer nuevamente “desde lo alto”, desde el amor de Dios (Cfr. Jn 3,3). Es por esto que la Cuaresma es, por su naturaleza, tiempo de esperanza.
Para comprender mejor qué significa esto, debemos referirnos a la experiencia fundamental del éxodo de los Israelitas de Egipto, narrada en la Biblia, en el libro que lleva este nombre: Éxodo. El punto de partida es la condición de esclavitud en Egipto, la opresión, los trabajos forzados. Pero el Señor no se ha olvidado de su pueblo, ni de su promesa: llama a Moisés y, con brazo poderoso, hace salir a los Israelitas de Egipto, y los conduce a través del desierto, hacia la Tierra de la libertad. Durante este camino, de la esclavitud a la libertad, el Señor entrega a los Israelitas la ley, para educarlos en el amor a Él, el único Señor, y para amarse entre ellos como hermanos. La Escritura muestra que el éxodo es largo y fatigoso: dura, simbólicamente, 40 años, es decir, el tiempo de vida de una generación. Una generación que, ante las pruebas del camino, es siempre tentada de añorar Egipto y volver atrás. También todos nosotros conocemos la tentación de dar marcha atrás, todos. Pero el Señor permanece fiel, y esta pobre gente, guiada por Moisés, llega a la Tierra prometida. Todo este camino es realizado en la esperanza: la esperanza de alcanzar la Tierra, y justamente en este sentido es un “éxodo”, una salida de la esclavitud rumbo a la libertad. Cada paso, cada fatiga, cada prueba, cada caída y cada salida, todo tiene sentido solo dentro del designio de salvación de Dios, que quiere para su pueblo la vida y no la muerte, la alegría y no el dolor.
La Pascua de Jesús es su éxodo, con el cual Él nos ha abierto el camino para alcanzar la vida plena, eterna y gozosa. Para abrir esta vía, este camino, Jesús tuvo que despojarse de su gloria, humillarse, hacerse obediente hasta la muerte y la muerte en la cruz. Abrirnos el camino a la vida eterna le ha costado toda su sangre, y gracias a Él nosotros somos salvados de la esclavitud del pecado. Pero esto no quiere decir que Él ha hecho todo y nosotros no debemos hacer nada, que Él ha atravesado la cruz y nosotros “vamos al paraíso en un carruaje”. No, no quiere decir esto. No es así. Nuestra salvación es ciertamente un don suyo, pero, como es una historia de amor, requiere de nuestro “si” y nuestra participación, como nos demuestra María, nuestra Madre, y después de ella, todos los santos.
La Cuaresma vive de esta dinámica: Cristo nos precede con su éxodo, y nosotros atravesamos el desierto gracias a Él y detrás de Él. Él es tentado por nosotros, y ha vencido al Tentador por nosotros, pero también nosotros debemos, con Él, afrontar las tentaciones y superarlas. Él nos dona el agua viva de su Espíritu, y a nosotros nos corresponde tomar de su fuente y beber, en los Sacramentos, en la oración, en la adoración; Él es la luz que vence las tinieblas, y a nosotros se nos pide alimentar la pequeña llama que nos ha sido confiada el día de nuestro Bautismo.
En este sentido, la Cuaresma es «signo sacramental de nuestra conversión» (Misal Romano, Oración para la colecta I Dom. de Cuaresma), de nuestro camino de la esclavitud a la libertad, que siempre ha de renovarse. Un camino ciertamente difícil, y es justo que así sea, porque el amor es arduo, pero es un camino lleno de esperanza. E incluso, diría más: el éxodo cuaresmal es el camino en el cual la esperanza misma se forma. La fatiga de atravesar el desierto – todas las pruebas, las tentaciones, las ilusiones, los espejismos… – todo esto vale para forjar una esperanza fuerte, sólida, partiendo del modelo de la Virgen María, que en medio a las tinieblas de la pasión y de la muerte de su Hijo continuó creyendo y esperando su resurrección, la victoria del amor de Dios. Con el corazón abierto a este horizonte, entramos hoy en la Cuaresma. Sintiéndonos parte del pueblo santo de Dios, hoy iniciamos con alegría este camino de esperanza”.
“La Cuaresma –reiteró al saludar a fieles de lengua árabe- es un camino de esperanza: la esperanza de llegar a la Pascua a través del desierto del ayuno y de la mortificación; un camino de fe, en el cual se experimenta la fidelidad del amor de Dios que no nos abandona jamás; un camino de penitencia en el cual la salvación se realiza y se cumple a través de la respuesta libre del hombre; un camino de liberación de los ídolos del mundo, para alcanzar la libertad de los hijos de Dios; un camino de victoria sobre las tentaciones con la ayuda de la oración y de los Sacramentos”.
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