Juan Rulfo, un visionario

EDITLuis Delatorre

El próximo 16 de mayo se cumplirán cien años del nacimiento en Sayula, de Juan Rulfo. Buen pretexto para recordar a uno de nuestros más dotados escritores cuyo Pedro Páramo es de los libros más traducidos, después de la Biblia y Don Quijote. Igualmente es un momento de aclarar dos o tres cosas sobre la personalidad del creador de un mundo que sin mayor dificultad transita de una realidad hacia el inframundo donde las almas de los muertos no tienen sosiego, pero tampoco las condena, las deja gravitando en el éter a la espera de una redención sin implicación religiosa, pero que, si Susana San Juan o Pedro Páramo, no alcanzan el cielo, tampoco son condenados al infierno. La presencia de un sacerdote en Comala nada tiene qué ver con un Cura de Ars. Pero Rulfo no pretende adentrase en cuestiones de fe, él está concibiendo un universo en el que las almas andan penando y dialogan con los vivos con gran nostalgia de su pasado en la Media Luna. Y en eso está la universalidad de Pedro Páramo, en que está escrita, poderosa y bellamente escrita, para toda la humanidad, creyente o no creyente.
En ese contexto, los exquisitos intelectuales se afanan en hacer de Rulfo un agnóstico que sufrió en su infancia los “estragos “ de la Cristiada, incluyendo la muerte de su padre, ocurrida tres años antes de la gesta, y una inventada devastación de San Gabriel por los cristeros. Vaya garbanzo de a libra. Agregándole a todo esto una sufrida formación en su primera juventud transcurrida en el “represivo” orfanato Luis Silva y, posteriormente, renunciando al seminario donde cursó dos años de latín. Pero nada de eso es así. Esto queda aclarado en un excelente artículo de Juan José Doñán publicado en el Boletín Eclesiástico de la Arquidiócesis de Guadalajara. No se vale que se estudie a Rulfo para echar agua a molinos de impiedad. En cuanto a la implicación que pueda tener la Cristiada en la vida y en el pensamiento de Rulfo, los intelectuales pierden el piso y analizan el momento histórico con un sectarismo desproporcionado a su inteligencia. Rulfo no es, ni con mucho, un hijo directo de la guerra cristera. Ciertamente en la figura del padre Rentería hay en Pedro Páramo una reconvención al clero por una postura de agachamiento al poder político o económico. Pero de allí, a la desolación sembrada por la guerra cristera es, en la pluma de estos intelectuales, pura mala leche. Citemos un diálogo entre Pedro Páramo y “el Tilcuate”:
El Tilcuate siguió viniendo: -Ahora somos carrancistas. / -Está bien. / -Andamos con mi general Obregón. / -Está bien. / -Allá se ha hecho la paz. Andamos sueltos. / -Espera. No desarmes a tu gente. Esto no puede durar mucho. / -Se ha levantado en armas el padre Rentería. ¿Nos vamos con él o contra de él? / -Eso ni se discute. Ponte al lado del gobierno. / -Pero si somos irregulares. Nos consideran rebeldes. / -Entonces vete a descansar. / -¿Con el vuelo que llevo? / -Haz lo que quieras, entonces. / -Me iré a reforzar al padrecito. Me gusta cómo gritan. Además lleva uno ganada la salvación. / -Haz lo que quieras.
¿De dónde sacan los intelectuales la devastación cristera? Además, Rulfo ya no nos aclara si el tal Tilcuate fue admitido o no en las filas del padre Rentería, pues las fuerzas cristeras no estaban formadas por mercenarios.
Desde El llano en llamas, con sus estremecedores cuentos La cuesta de las comadres, Luvina, Diles que no me maten… Rulfo se vuelve telúrico y penetra en la tierra húmeda para sacar jugosos bulbos de palabras que van conformando un idioma, el del pueblo, un lenguaje sublimado, sin que pueda decirse que es falso. Con Pedro Páramo, literalmente Rulfo va más allá y alcanza a unir el cielo con la tierra permitiéndose mantener a flote las almas de los muertos. La civilización faraónica, desde las grandes pirámides, tiene bien clara la inmortalidad y sabe que en el Más Allá se juega la felicidad o la condena eterna y acompaña a cada muertito con un extenso papiro, El Libro de los Muertos, donde se anotan las oraciones necesarias para alcanzar el reino de Osiris. O sea, que eso de creer vivos a los muertos tiene su historia treinta siglos antes de la Comunión de los Santos.
En Pedro Páramo hay algo más. Allí encontramos una profunda penetración en la psicología del mexicano, el mexicano del Centro del Occidente de México, que no se da en toda la extensión de la República. No es la tierra caliente que algunos críticos definen, confundiéndola con zonas tropicales o costeras. Comala es una tierra especial dentro de una amplia región conquistada, evangelizada, liberal y creyente, olvidada. Sus gentes son nobles o perversas, aman y cometen crímenes, son humildes y soberbios, representan en su pequeño mundo el universo.
Lo que encontramos en Pedro Páramo, aparte de su lectura por demás fascinante, concisa, sin que le falte ni le sobre una coma, es su premonición sobre los pueblos de México que a partir de la segunda mitad del siglo XX serían una ruina. Si no físicamente, sí en cuanto a su identidad, sus valores morales, su belleza urbana y su dulce bienestar. Y ojalá que nuestros pueblos hubieran sufrido la decadencia de Comala para contemplar sus ruinas como pueblos fantasma, que luego llamarían “mágicos”, y no la impersonalidad en la que han caído, presas de la globalización, la televisión y la incultura e incapacidad de sus gobernantes.

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