Por P. Fernando Pascual
El pecado deja huellas: en la vida personal, en los familiares y amigos, en la sociedad, en la Iglesia, en todo el mundo.
Esas huellas pueden ser más o menos profundas: heridas, rencores, vicios, daños duraderos.
También la gracia deja huellas, mucho más poderosas y decisivas que las huellas que pueda dejar el pecado.
Porque la gracia, como acción de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, cambia los corazones, limpia los pecados, rescata a los hijos, promueve el amor.
San Pablo lo dijo de un modo único en su Carta a los romanos: “En efecto, si por el delito de uno solo reinó la muerte por un solo hombre ¡con cuánta más razón los que reciben en abundancia la gracia y el don de la justicia, reinarán en la vida por un solo, por Jesucristo! (…) pero donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (cf. Rm 5,17-21).
La esperanza cristiana tiene sus raíces en esta verdad: Dios ha vencido, Dios es omnipotente, Dios es Amor, Dios actúa siempre en la historia humana.
Por eso, frente a tantos escándalos, heridas, sufrimientos, pecados, los católicos tenemos una certeza: la Pascua representa la victoria definitiva sobre el pecado y la muerte.
No hay, entonces, motivos para el desaliento. Quien acoge a Cristo, quien lo proclama como su Salvador, quien se deja curar por la misericordia, vence el mal y permite que el mundo reciba un baño de esperanza.
Nunca seremos capaces de apreciar y agradecer lo suficiente las maravillosas consecuencias de la gracia. Lo que sí podemos hacer es abrirnos confiadamente a Dios para dejarle curar nuestras heridas, y para que nos guíe, desde su ternura de Padre, por los caminos del amor.
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