El tema de la eutanasia es uno de los pocos en los que tengo que hacer un acto de fe en la Iglesia. Si no fuera por mi fe cristiana, estaría a favor de que cada uno eligiera cuándo poner fin a la vida.
Ahora bien, la postura cristiana es totalmente racional. Me parece sorprendente el modo burlesco y agresivo con el que muchos hablan de la Iglesia católica y este tema ante las cámaras.
Si existe Dios, no es un asunto indiferente quitarse o no la vida. Si existe una Suprema Voluntad que da y quita la vida, lo lógico es someterse a su veredicto.
Por otra parte, puedo asegurar que la muerte de la mayoría de las personas es mucho menos terrible de lo que se suele pensar. Dejando aparte el hecho de que ahora nadie tiene por qué sufrir en la recta final de la vida, gracias a los calmantes, hay que tener en cuenta que el dolor intenso se produce en el organismo cuando algo está provocando un fallo grave. Por lo tanto, no se puede estar mucho tiempo con dolor intenso.
El pequeño dolor, el malestar, la dificultad para moverse y tantas otras cosas que acompañan los últimos años de vida son otra cosa. Lo que muchos realmente detestan es la parte final de la vejez. No les juzgo, les comprendo. Pero entonces ya no hablamos de evitar los sufrimientos de la fase final de una enfermedad, sino de evitar la vejez. Son dos cosas distintas.
Con toda sinceridad, soy muy comprensivo. Pero Dios es un elemento que no se puede soslayar en esta ecuación. Hay que ser honestos intelectualmente: la existencia de Dios cambia enteramente la situación.
En una sociedad en la que la eutanasia fuera algo común, ¿por qué evitar la muerte de los jóvenes cuando estos ya no se sintieran con ganas de seguir viviendo? Me puedo imaginar una sociedad en la que la eutanasia sea algo común a todas las edades. Me puedo imaginar una sociedad en la que los gobernantes apliquen la eutanasia a los miembros menos útiles para la patria, y que esto acabe siendo un vicio. Sociedades que se acostumbren a desconectar de la vida a las capas sociales que consideren que solo suponen un lastre.
La vida podría convertirse no en un derecho individual, sino en una concesión social administrada de forma comunitaria. Al borde mismo de un proceso de automatización que va a transformar enteramente nuestra sociedad, se van a oír voces que abogarán por un cambio radical en el modo de entender los derechos. No me espero que suceda lo peor, pero sí que emerjan, por doquier, populismos que aúpen a grandes autócratas. Las barreras que imponía el cristianismo van a ir siendo desmontadas.
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