
(Is 53,10-11) "Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos"
(Hb 4,14-16) "Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia"
(Mc 10,35-45) "El que quiera ser grande, sea vuestro servidor"
(Hb 4,14-16) "Acerquémonos con seguridad al trono de la gracia, para alcanzar misericordia"
(Mc 10,35-45) "El que quiera ser grande, sea vuestro servidor"
Homilía en el Colegio de S. Pedro Apóstol (17-X-1982)
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--- Obediencia
“El Hijo del hombre... no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos” (Mc 10, 45). Este versículo final del pasaje evangélico de este domingo, que acabamos de leer, nos da el criterio fundamental para entender la naturaleza verdadera de la vocación misionera...
Dicho criterio es el de “servicio” tal y como lo ha vivido y enseñado Jesús. Falsearíamos el significado cristiano de “misión” si no lo enfocásemos con esta luz, si no consideráramos la misión como “servicio”. Este criterio confiere a la misión su verdad y eficacia sobrenatural. Pues, ¿quién es en realidad servidor sino quien ha sido llamado por el Superior y por obediencia a éste acepta el encargo que se le confía?
Pues bien, el Superior a quien el misionero debe servir y por quien es llamado es Dios mismo, y el “servicio” que ha de prestar el misionero es anunciar la Palabra de Dios al mundo. Y, ¿con qué fin? Para gloria de Dios y salvación de los hermanos creados a imagen de Dios y amados por amor de Dios.
Si tal es la vocación misionera, entonces será oportuno reflexionar sobre algunos aspectos estrechamente relacionados con el concepto evangélico de “servicio”.
La virtud primaria del servidor evangélico es la obediencia. Pues la misión, que es encargo divino y sobrenatural, presupone una vocación de lo Alto, y no se puede dar respuesta concreta a esta llamada divina sin espíritu de obediencia sobrenatural, sin disponibilidad generosa a la voz de Dios que nos llama para enviarnos al mundo.
¿Cómo habrá de ser la obediencia del misionero?
--- Respetar y transmitir la doctrina cristiana
Abarca sus facultades más preciadas: entendimiento y voluntad. Por tanto, debe ser en primer lugar obediencia del entendimiento a Cristo-Verdad y, consiguientemente, adhesión práctica de la voluntad: reproducir en nosotros, en el Espíritu, la misma vida de Cristo, siervo obediente del Padre y primer anunciador de su Palabra, porque Él mismo es la Palabra del Padre.
Obedecer a la verdad es la virtud primaria del misionero. Y no siempre es fácil, pues se requieren equilibrio y honradez intelectuales, únicas cualidades que llevan a aceptar con lealtad y valentía la verdad conocida con certeza, evitando pretextos y subterfugios que lleven al relativismo o al subjetivismo. Y de otra parte, también es necesaria la humildad que nos libra de dar por cierto lo que no lo es y de presentarlo como tal.
La verdad cristiana que se ha de anunciar al mundo es en sí absolutamente cierta, universal e intangible porque procede de Dios eterno, fiel e inmutable. Por tanto, es preciso que con verdadero espíritu de fe el misionero asuma esta certeza sin achacar sus propias dudas a la Palabra de Dios y también sin atribuir a sus frágiles opiniones humanas el grado de certeza que sólo la Palabra divina puede tener.
Anunciar a Cristo no es ni puede ser, según la errada interpretación de algunos, erigirse en superiores a los maestros, situándose un escalón más alto que los demás; sino que por el contrario, su pone la humildad de aceptar y luego comunicar una doctrina que no es nuestra sino de Dios, considerándose servidores y deudores de los otros por esta misma doctrina.
Ser misioneros significa “sentirse” enviados por Dios por haber sido realmente llamados en fuerza de signos ciertos y objetivos procedentes de la escucha interior de la voz divina y respaldados por la aprobación y mandato explícito de la Iglesia, que se expresa por sus legítimos Pastores. Sólo esto convierte al misionero en auténtico servidor de la divina misericordia.
Por ello, pensar que se está en posesión —como debe hacer el misionero— de una doctrina divina e infalible cual es la de Cristo, no es de por sí un acto presuntuoso, como algunos piensan, sino humilde conciencia cierta y comprobada de haber recibido a su vez esta doctrina, en su integridad y autenticidad, del Magisterio vivo de la Iglesia a la que Cristo envía sin cesar su Espíritu de verdad.
Otro punto sobre el que hacemos bien en concentrar la atención es el referente a la índole específica del servicio a realizar. Este consiste en anunciar la Palabra de Dios, como ya he dicho. Ahora bien, está claro que el servidor debe ser capaz de cumplir la labor asignada. Pero anunciar la Palabra de Dios es tarea que sobrepasa las fuerzas naturales del hombre: es tarea sobrenatural. Por su origen, contenido, fin, modos y medios de transmitirse, el mensaje cristiano trasciende esencialmente incluso los mensajes humanitarios o culturales más elevados marcados por una sencilla religiosidad natural. Por su nobleza divina el mensaje cristiano requiere en quien lo comunica y en quien lo recibe un suplemento de inteligencia, por así decir: el intellectus fidei, que transmita la dignidad de su contenido al lenguaje de quien habla y al oído del que escucha. En este sentido habla San Pablo de “lenguaje espiritual” hecho para “hombres espirituales” (cfr. 1 Cor 2).
Sólo manteniendo esta actitud de agradecimiento, de filial disponibilidad y de obediencia al Padre, mediante la comunión espiritual con Cristo y su Iglesia, el misionero estará capacitado para conservar pura en su corazón la grandeza del mensaje recibido, sin degradarlo o diluirlo en la volubilidad de las ideologías terrenas, sin convertirlo en instrumento de orgullo o poder mundano, y sin creer que puede difundirse con otros medios que no sean los evangélicos de pobreza, mansedumbre, sacrificio, testimonio y oración, con la virtud y potencia del Espíritu.
--- Abnegación
La última consideración nace del concepto de misión como servicio: lo que el servidor hace, ¿para quién lo hace? No para sí, si no para los objetivos del Superior. Asimismo el misionero: no trabaja para sí, sino para el reino de Dios y su justicia. Tenemos aquí una interpelación que va más allá de perspectivas meramente terrenas o humanas. No se trata de “aconsejarse de la carne y de la sangre” (cfr. Gál 1,16), sino de escuchar en lo íntimo del propio corazón el “murmullo” de esa (“agua” de que ya habló el gran obispo-mártir San Ignacio de Antioquía: el agua pura y límpida de la fe y la caridad, y que decía: “Ven al Padre, ofrece tu vida por Dios y los hermanos” (cfr. “Carta a los Romanos”, cap. 6, 1-8, 3; Funk 1, 217-223).
El buen servidor se olvida de sí y de sus intereses para cumplir la tarea encomendada. Y el servidor del Evangelio se comportará de la misma manera. Mas como este sacrificio sobrepasa las fuerzas y razones de la sabiduría humana, el misionero, al decir su “sí” in condicional al Padre que lo envía al mundo, confía siempre y sólo, y con tranquilidad renovada en la ayuda divina, que se le concederá sobre todo en el momento de la prueba, que pudiera llegar hasta la cumbre del martirio.
Y cuando en la hora más angustiosa del testimonio en el sufrimiento le parece al misionero que todo se ha perdido, en ese momento precisamente la luz de la fe le hace comprender que, unido a Jesús crucificado, y confiado plenamente a la misericordia del Padre, contribuye a difundir la luz divina de manera mucho más eficaz que cuanto hubiera podido conseguir con los medios humanos, incluso los más eficientes. No es que dichos medios no sean valederos para las misiones, sino que al contrario, son benditos; y sería de desear mayor incremento de los mismos; pero sólo son instrumentos que han de utilizarse según los planes de Dios y las exigencias pastorales de su reino.
La Reina de las Misiones, María Santísima, nos enseña el secreto y alma de este apostolado: ponerse totalmente a disposición de la voluntad del Padre celestial entregando incondicionalmente la vida, para que por la virtud y fuerza del Espíritu Santo concibamos a Cristo en nuestro corazón y lo demos a las almas. Reina de las Misiones, ruega por nosotros. Amén.

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