Sergio Padilla Moreno
En la celebración de la Epifanía del Señor siempre será digno de admiración el hecho de que los magos venidos de oriente, sabios y estudiosos, además de decididos para descentrarse y salir en búsqueda, hayan reconocido y adorado al rey de los judíos en un pequeño y pobre niño, hijo de un par de humildes galileos. Es sublime el detalle que narra el evangelista Mateo cuando dice que al ver la estrella se llenaron de alegría, así de simple y así de profundo. Y es aquí donde surge un cuestionamiento que conviene hacernos con total sinceridad este domingo: si cada uno de nosotros hubiéramos sido capaces de reconocer al Verbo encarnado en un frágil y pequeño niño, despojado de todo signo por el que reconocemos la grandeza de alguien en nuestra cultura: sin un apellido rimbombante, sin poder, sin propiedades, sin fama ni honor y sin que su nacimiento haya sido anunciado en las páginas de sociales o en las redes sociales obteniendo muchos “likes”. Centro la pregunta hacia algo más concreto: ¿Somos capaces de reconocer la grandeza y profundidad en los pequeños detalles que no tienen ningún tupo de relumbrón?
Los dos cuestionamientos anteriores los planteo a raíz de la lectura de un libro que calificaría simplemente de excepcional, me refiero a la novela El estupor y la maravilla (Ed. Pre-textos, 2007), del escritor español Pablo d’Ors (Madrid, 1963). En ella se habla de las memorias de un vigilante de museo, llamado Alois Vogel, quien durante veinticinco años ejerció este oficio en el Museo de los Expresionistas en la ciudad de Coblenza, su ciudad natal. A lo largo de los capítulos, que llevan el nombre de famosos pintores como Kandinsky, Klee y Mondrian, entre otros, el personaje va compartiendo el estupor y la maravilla que le provoca, simplemente, el ver, escuchar y sentir profundamente la realidad que le rodea: los cuadros expuestos en las galerías, el rostro de los visitantes al museo, el contraste de los colores de las paredes, las sombras, el vuelo de una mosca que para él es toda una teofanía, el polvo, la luz, los pliegues de su pantalón, etcétera. De ello, dice Vogel, “aprendí que al museo no se viene sólo a mirar, sino a admirar. Pero, ciertamente, no es posible admirar sin haber mirado antes.” Más adelante dirá: “Ante cualquier cosa que vea, toque, guste, oiga o huela, me sobreviene la impresión de estar frente a una maravilla. Y eso es lo que he descubierto en estos años: el estupor y la maravilla.”
Propongo un sencillo ejercicio: al momento de terminar de leer este texto, amable lector, sienta el papel, aspire los aromas que le rodean y escuche -sienta- con todo su ser el “Claro de luna” de Debussy.
Kathia Buniatishvili – Claude Debussy: Clair de lune https://www.youtube.com/watch?v=DBl2ClXzt3U
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