Homilía del IV Domingo de Cuaresma en la Catedral de México

“Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc. 15,1-3; 11-32)

Estas palabras del hijo mayor son una clave para cada uno de nosotros. Sabemos que hemos sido creados por Dios; nadie pidió la vida por sí mismo, se nos otorgó gratuitamente sin pedirlo. Dios nos ha dado la vida para compartir con nosotros su vida, la vida divina.

Si entendemos bien lo que el padre pone en boca de sus dos hijos, podremos tener esta mirada de trascendencia. A nosotros, desde esta tierra, desde esta peregrinación a la casa del Padre, se nos dirigen estas palabras: “Tú, hijo mío, siempre estas conmigo, y todo lo mío es tuyo” (Lc. 15,1-3; 11-32).

El hijo menor pensó que la vida era el goce de los placeres, hasta que cayó en la más profunda depresión y descubrió que tenía que regresar a la casa del padre. El hijo mayor, por su parte, siempre obedecía a su padre, pero no había descubierto que estar con el padre era la razón de la vida.

Tal vez nos hayamos comportado como un hijo pródigo, como ese hijo que se pierde, que parece que ya no va a volver. Cuántas veces hemos vivido esta experiencia en carne propia, en nuestra familia o con nuestros amigos: de pronto se recupera esa persona que había equivocado, muy lamentablemente, el camino de la vida.

También puede que seamos como el hijo mayor, que nos hayamos preocupado desde la infancia para que nuestra conducta fuera acorde con los mandamientos de la ley de Dios, pensando que ese era el objetivo principal, cuando eso es simplemente la posibilidad de ir descubriendo el amor que Dios tiene para cada uno de nosotros, y de encaminarnos hacia nuestro destino de compartir toda la eternidad con este Padre que nos creó para que vivamos con Él.

Sea en un sentido o en el otro, tenemos hoy la oportunidad, en este tiempo de Cuaresma, de reflexionar cuál ha sido nuestra actitud, de qué manera hemos vivido hasta hoy, y si hemos descubierto lo importante que es estar con el Padre, conocer su amor y su misericordia.

Por eso nos viene muy bien la segunda lectura, en donde san Pablo nos ofrece la razón de ser del ministerio apostólico -que hemos heredado los obispos y compartido con los presbíteros- de ayudar a reconciliar nuestra persona cuando hayamos caído, o cuando hayamos equivocado el camino. Por eso viene bien este magnífico ministerio de la reconciliación, que hace de nosotros hombres nuevos.

Dice así san Pablo: el que vive según Cristo, es una criatura nueva  (2 Co. 5,17). Para Él todo lo viejo ha pasado. Cuántos se quedan esclavizados a su pasado. Las cosas mal hechas no nos pueden encadenar, si nos reconciliamos con Dios. Siempre hay una esperanza, porque es un Padre que nos ama. Todo lo viejo ha pasado, ya todo es nuevo.

¿Y cómo podemos dar ese paso para encontrar un nuevo camino? San Pablo lo dice: Dios reconcilió al mundo consigo (2 Co. 5,18-19), y renunció a tomar en cuenta los pecados de los hombres.

A nosotros confió el mensaje de la reconciliación. El ministerio sacerdotal es algo muy precioso e importante para todos los discípulos de Cristo. Dice también san Pablo: por eso nosotros somos embajadores de Cristo (2 Co. 5,18-20), y por nuestro medio es como si Dios mismo los exhortara a ustedes, en nombre de Cristo, a reconciliarse con Él. ¡Dejémonos reconciliar con Dios!

Este recinto es una catedral porque aquí se representa la cabeza de esta Iglesia particular de la Arquidiócesis de México. En ella hay un Cabildo que hoy hemos aumentado en número, con sacerdotes ejemplares, que tienen una madurez humana, cristiana y sacerdotal, que han tenido por años distintas responsabilidades. Ellos han sido añadidos a este Cabildo para mostrar el misterio de la reconciliación aquí en la sede del obispo.

Ellos, además, junto con los que ya integraban el Cabildo, tienen la preocupación de que la Catedral sea un lugar donde la comunidad encuentre oportunidad de reconciliarse con Dios, así como de nutrirse y alimentar su fe, esperanza y caridad, con el ejercicio de la oración.

Ellos todos los días rezan por ustedes, rezan por esta Arquidiócesis, por todos los sacerdotes y agentes de pastoral. Rezan por mí y por los obispos auxiliares de esta Arquidiócesis. Es parte del oficio que se les encomienda al ser canónigos. En nombre de Cristo también nos ayudan a encontrar el camino. La Catedral de México es casa de todos. Aquí encontramos momentos para orar, pero también para descubrir nuestra propia historia.

Esta santa iglesia catedral tiene un patrimonio histórico y cultural que nos ayudará a entender mejor no sólo nuestra propia iglesia, sino también nuestro caminar. Estas expresiones son de las responsabilidades que recaen en este Cabildo de canónigos. Aquí podrán, quizá, ver lo que afirma la primera lectura en el libro de Josué: la alegría de un pueblo al entrar en la tierra prometida. Nosotros estamos invitados, en este mundo tan pluricultural, a reencontrarnos con nuestra fe, con nuestra historia, con nuestra identidad.

Al buscar a Dios podremos constatar que Él cumple sus promesas, que no nos deja solos, que es ese Padre que envía su Espíritu para fortalecernos, orientarnos y acompañarnos.

Que el Señor siga haciendo, como lo ha hecho por tantos siglos, de esta santa iglesia Catedral, un referente para los discípulos de Cristo, de toda la Iglesia y particularmente de todos los fieles de esta Arquidiócesis de México. ¡Que así sea!

Cardenal Carlos Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México


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