Ayer concelebré en la Misa Crismal con mis hermanos sacerdotes. La liturgia fue excelente, grandiosa, como a mí me gustan. Todavía recuerdo la impresión que me produjo en la procesión de entrada encontrarme, al final de la nave central, con la visión del altar con sus candelabros: velas sobre el ara; detrás de ella, seis grandes candelabros de más de dos metros de altura detrás. Todo salió muy bien porque no en vano tenemos un maestro de ceremonias y un asistente muy buenos.
Pero después, por la noche, pensé que la ceremonia todavía se podría hacer más grandiosa. Todo se me queda poco para Dios.
La misa en un pueblecito pequeño recuerda a Jesús con sus doce apóstoles, tiene un aire familiar, sencillo, espontáneo. Eso es bonito. Se presta a la cercanía. El laico se sitúa cerca del altar y del celebrante, como si uno fuera un discípulo que participa de esa cena pascual. Eso es lo normal en todas las parroquias y tiene su belleza y su sentido.
Ahora bien, la catedral, en mi opinión, debería ser no el mismo formato de la iglesia pequeña solo que en grande, sino que debería tener un carácter distinto. La catedral la veo como una materialización del Templo de Jerusalén en la diócesis. Ayer estábamos más de cien sacerdotes. Con tantos fieles y clero se pueden hacer celebraciones fastuosas.
La catedral como templo central de las parroquias que lo rodean hasta los límites de la diócesis. El obispo, revestido con vestiduras esplendorosas, oficiando como sumo sacerdote de ese clero. Él revestido de ornamentos impresionantes y rodeado de variedad de vestiduras en los presbíteros que están a su alrededor. Acerca de este punto, en concreto, la liturgia en la Catedral de Colonia es óptima y no pienso en otra cosa que en lo bien que hacen ellos las cosas cuando escribo ahora acerca de la “variedad de vestiduras”. El mismo Benedicto XVI introdujo algunos cambios en las ceremonias del Vaticano en este sentido, pero no me voy a extender sobre ello.
Estos grandes pontificales catedralicios los veo como el sumo sacerdote penetrando hacia dentro del Templo hacia el sancta sanctorum. Con un lugar en la catedral para los ritos iniciales, otro para la liturgia de la Palabra (el gran coro de los canónigos, por ejemplo) y una procesión hacia el altar.
Estoy muy a favor de la que coexistan la misa de espaldas al Pueblo y la misa de cara al Pueblo. Las dos tienen su belleza y sus razones que las amparan. Pero estos inmensos pontificales solemnes se prestan más a resaltar (y a resaltarlo al máximo) el aspecto sacrificial, con una misa de espaldas y con el clero distribuido en distintas gradas: el obispo en lo alto; dos peldaños más abajo, dos diáconos con dalmáticas; dos peldaños más abajo, doce concelebrantes con casullas. Por debajo, bien dispuestos, el resto del clero: los más ancianos con alba y estola, la otra mitad con estola y roquete. Los canónigos con sus hábitos corales en un lugar especial a un lado de las gradas. Al otro lado, para no romper la simetría, los acólitos.
Me atrevería a sugerir unos pocos cambios. Pero los sugiero dejando muy claro que esto que voy a sugerir no se puede hacer sin permiso de la Congregación para el Culto Divino. (Todos podemos sugerir, pero solo la Sede Romana tiene potestad para cambiar.) Sugiero que, mientras el obispo se dirige procesionalmente desde el lugar donde han tenido la oración de los fieles hacia el altar, un sacerdote y varios diáconos preparen los dones sobre el altar. Y que sea el sacerdote el que los ofrezca en silencio. También él se encargaría de incensar los dones.
Entonces el obispo, al llegar a los primeros escalones del alto presbiterio (en la catedral esos escalones los imagino como una escala santa), el obispo se lava las manos, el lavatorio. Allí también tiene lugar la oración sobre las ofrendas.
Entonces el obispo (y parte del clero) sigue ascendiendo y a mitad de esas gradas (lo ideal es que haya un plano) recite el prefacio. El prefacio como puerta de entrada al sancta sanctorum. Allí se podrían colocar dos columnas como las había en el umbral del Templo.
Sería tan bonito ver a cincuenta sacerdotes ir ascendiendo hacia el altar. La imagen desde la nave central sería tan bella. En lo alto (estoy pensando en una altura de siete metros), el altar iluminado por velas en medio de una cierta penumbra.
Mientras se canta el Sanctus, el obispo, los dos diáconos y los concelebrantes siguen ascendiendo. Justo antes de llegar el obispo al altar, un diácono derrama perfume de nardos (u otro) en cuatro recipientes (pequeños, discretos) colocados en los cuatro ángulos del altar. Para preparar el ambiente de ese lugar santo con fragancias antes de la consagración. El obispo continúa con el canon. Un canon en un gran misal de letras grandes con iniciales doradas, con dibujos de estilo medieval.
Tras la consagración, en el suelo, detrás del altar, en el centro, habrá un incensario (con granos gruesos) para que eche humo durante toda la ceremonia.
Ojalá que la Congregación permitiera no solo arrodillarse, sino postrarse un minuto o dos en adoración, en silencio.
Un acólito se acercaría con otro gran libro de letras grandes para que los concelebrantes, desde sus lugares, recitaran las partes del canon que les corresponden.
Justo después de la doxología, como símbolo de los perfumes de la tumba de Cristo, otro diácono echará otro tipo de fragrancia (por ejemplo, de rosa o de azucenas o de lirios) en dos recipientes a ambos lados de la cruz del altar. El altar con los recipientes anteriores y los nuevos quedará perfumado.
Todo seguiría normal hasta la comunión. Tras dar la comunión a unos pocos, el obispo se retiraría a la sede del ábside a hacer la acción de gracias, mientras se acaba de dar la comunión a los fieles y después se purifican los vasos.
Ese lugar más elevado tendría el sentido de ser un monte Tabor, un lugar donde retirarse con el Señor. Allí haría, desde su sede, de pie, la oración final y daría la bendición, rodeado en ese ábside por el clero que se habría ido sentando allí paulatinamente. Los que cupieran, no todos.
Esta misa tendría el sentido de un ir penetrando a lo más profundo del templo. Además, el ara sería una fuente de luz con siete grandes candelabros, pero con unas veinte o treinta velas ornamentales sobre y alrededor del altar. Se usarían dos tipos de incienso. Uno para incensar los dones, otro para el incensario que se queda junto al altar tras la consagración. La ceremonia sería un penetrar hacia un lugar sacro, de velas, inciensos y perfumes.
Pongo, como colofón, el cuello de una casulla. Un cuello en el que está bordado: Tota pulchra est Maria.



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