Genoveva tiene 62 años y es educadora en el Centro Madre Antonia, donde atiende a hijos de mujeres que se dedican a la prostitución en la zona de La Merced. Hasta hace 7 años ella también se dedicaba a dicha actividad; aunque duró en ella más de cuatro décadas, jamás fue víctima de trata de personas, pero conoció a muchas que sí.
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Recuerda cuando llegó al Centro Madre Antonia con la esperanza de una vida mejor: “Las religiosas desde el inicio me hicieron sentir una persona digna, y cada vez me costaba más volver a la esquina, ya no soportaba que me tocaran, me sentía harta de la rutina: hablar con el cliente, subir al cuarto, desnudarme, aguantar a borrachos y necios… En el centro me apoyaron para estudiar. Hoy, además de atender a niños, platico con sus madres, muchas son explotadas por padrotes”.
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“Ellas hablan de los mentados padrotes como si fueran sus esposos –dice Genoveva–, pues éstos por lo común les endulzan el oído con falsas promesas para mantenerlas trabajando. Así consiguen que ellas aguanten bajo la lluvia, en el sol, soportando el hambre, situaciones desagradables”.
Con amor, no con rechazo
En 1989, a fin de dignificar la vida de las mujeres en situación de prostitución, las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor fundaron el Centro Madre Antonia en La Merced, donde este fenómeno ha ido creciendo por décadas de la mano de la trata de personas, de mujeres que vienen de otros estados engañadas por hombres que las explotan sexualmente: los tratantes.
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Al respecto, la hermana Áurea Rendón, encargada de dicho centro –que brinda a estas mujeres atención psicológica y médica, asesoría legal, servicios de educación y capacitación laboral-, explica que esos hombres operan en diferentes estados, sobre todo en zonas donde abunda la pobreza, la falta de escolaridad y las oportunidades de trabajo; “ellos las contactan, les prometen una vida mejor, les hacen creer que se van a casar con ellas, y con esa promesa las mantienen trabajando mientras sean materia de explotación sexual, explica.
Ya instaladas en la ciudad, unas no saben cómo regresar a sus lugares de origen; otras no quieren regresar, aunque se enteren de que su ‘esposo’ tiene a otras, a las que también explota.
“Son unos perros…”
Leticia, hoy de 61 años, recuerda el día en que una niña de 14 entró huyendo de sus proxenetas a la cristalería “El Elefante”, donde ella se surtía de productos.
Entonces Leticia tenía 17 años, y administraba la papelería que le había puesto su papá al emigrar de Veracruz a la Ciudad de México.
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“Aquella vez paré un taxi, subí mis productos y también a la niña. Mi papá quería que me deshiciera de ella, pero en lugar de eso, yo la llevé a Veracruz a trabajar con una tía. Allá se casó después, tuvo 4 hijas y hoy vive con su marido”.
Hace 6 años el padre de Leticia murió, y dejó como heredera universal a su madre. “Mi mamá le dio la papelería a mi hermana, me echaron a la calle, y a mis 55 años nadie me dio trabajo. ¿Quién lo iba a decir? Ahora yo tuve que entrarle a la prostitución. Una ya es grande y pues lo que venga. Pero hay quienes contratan a niñas. ¡Son unos perros, con el perdón de los perros!”.
Ellas buscan cariño
La hermana Áurea asegura que mientras ellas buscan en los padrotes cariño y seguridad, éstos sólo ven en ellas fuentes de ingresos.
Sin embargo –señala–, los padrotes no son los únicos responsables de la explotación sexual, pues si existe, es porque hay demanda de servicios. “Yo invito a los contratantes a frenar la demanda para ir acabando con este fenómeno, en el que se ve a las mujeres como cosas, cuando son seres humanos dignos, como todo hijo de Dios”.
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Para acceder a los servicios del Centro Madre Antonia, no es requisito dejar el trabajo sexual, pues es ante todo un espacio de esperanza, amor y misericordia, en el que la transformación se alcanza en la medida en que la mujer se va valorando y adquiriendo confianza.
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