Por Miguel Aranguren
El ruido -como la inmediatez- es un atenuante para muchos de nuestros errores
A causa de la anestesia con motivo del empaste de dos muelas, llevo una semana con la lengua dormida. Según el dentista, es un proceso reversible que mejorará en un mes o mes y medio. Hasta entonces, he decidido no hablar en demasía: no es que module mal las palabras, que no se me entienda; no. Charlar me produce un hormigueo incómodo dentro de la boca, así que prefiero permanecer en silencio, atendiendo lo que dicen los demás.
Estar callado tiene sus ventajas. La principal, que uno deja de ser esclavo de sus palabras. Porque el hablar compromete.
Hasta estos días de obligado mutismo, no acababa de entender el pasaje del Evangelio de Mateo, en el que Jesús recomienda a sus discípulos aquello de «que vuestro modo de hablar sea ‘sí, sí’; ‘no, no’», como parte de un largo discurso donde les explica la plenitud de la Ley. Sin que en mi dentista y su anestesia haya existido un propósito catequético, he visto la luz.
Hablar por hablar llena nuestros días de arrepentimiento: donde dijimos «sí» quisiéramos haber dicho «no» y viceversa. Pero no es sólo cuestión de hablar sino de la velocidad a la que vivimos, que nos impide considerar adecuadamente nuestras respuestas, precipitándonos a muchas que quisiéramos no haber dicho.
Es lo propio en una sociedad dominada por el ruido, que es otro tipo de lenguaje, agresivo, en el que se enredan las palabras con lo epidérmico de un vivir sin reflexión. Con ruido apenas es posible distanciarse de los dilemas para analizarlos el tiempo que sea preciso. El ruido nos obliga a la inmediatez, al hoy y ahora, a lo primero aunque no sea lo mejor ni lo adecuado.
La radio, el televisor, los teléfonos móviles, el tráfico, la música en el lugar de trabajo, en los centros comerciales, en las tiendas, en los patios de los colegios… arman una inmensa muralla contra la que se golpea el pensamiento.
Esa amalgama de sonidos desordenados, impuestos, aceptados, altísimos… tapona la finura de nuestro oído, colapsado por ritmos, golpes, cánticos, diálogos de serial, bocinazos y hasta el escándalo de los martillos neumáticos que rompen el hormigón.
El ruido -como la inmediatez- es un atenuante para muchos de nuestros errores, pues convierte la facultad de observar en un mirar superficial, y éste en un ver irreflexivo. Las conversaciones, entonces, sueltan ideas poco trabajadas y nos convertimos, como decía, en esclavos de las palabras que desearíamos no haber dicho. Quisiéramos no juzgar y juzgamos; no prejuzgar, y lo hacemos; no criticar, y criticamos; no maldecir, y maldecimos; no calumniar, y calumniamos; no difamar, y nos vamos de la lengua; no mentir ni exagerar innecesariamente, y nos crece una nariz de madera, como a Pinocho.
La aparente ausencia de Dios en las sociedades urbanas tiene mucho que ver con esa murga ambiental. Dios habla en el silencio, en el susurro, en la zona más baja del modulador de volumen. Algunos templos lo dejan claro: «Para hablar con Dios no necesitas WhatsApp», indicación metafórica para que desconectemos el teléfono celular en la iglesia. El wasap es otro ruido que añadir a la colección, más no sólo en el reclamo de los mensajes que nos llegan («bip-bip», «rinnnng»,
«uba-uba»…) sino en su contenido, al que ponemos al mismo nivel de prioridad, sin ir más lejos, que a la oración. Pero el que esté libre de culpa que tire la primera piedra, porque si rezar entraña un ejercicio heroico de la voluntad (el primero, desconectar el teléfono) se debe a nuestra deriva a consultar cuarenta veces al día el móvil sin motivo.
A uno, cuando está callado, no le queda otro remedio que escuchar. Y que observar. Ambos son los ingredientes para la elaboración de una idea, de un acto virtuoso, de un ejercicio de la voluntad que nos distancie del hablar apresurado con el que hacemos de nuestra conciencia otro canal de ruido.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 12 de agosto de 2018 No.1205
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