Por Fernando Pascual
Entre las oposiciones que usamos al pensar y al actuar, algunas son fundamentales: verdadero o falso, justo o injusto, útil o inútil, beneficioso o dañino, correcto o incorrecto, sano o enfermo…
Alguno dirá, según cierto relativismo extremo, que tales oposiciones no tienen “valor” en un mundo donde conviven tantos puntos de vista. Decir lo anterior es pensar con otra oposición: la que distingue entre cosas con valor y cosas sin valor…
Ya en su tiempo, Platón y Aristóteles explicaron cómo comprender lo que sea lo bueno implica comprender qué sea lo malo. Igualmente, quien llega a considerar algo como verdadero supone implícita o explícitamente que lo contrario sería falso…
Pensar así es algo sumamente humano, porque nuestra mente y nuestra voluntad encuentran ante sí miles de oposiciones, y no siempre hay la luz suficiente para reconocer si esta idea, esta actividad, este alimento, estén más del lado de lo positivo o de lo negativo.
Por eso resulta fundamental, al escuchar, al leer, al juzgar, al tomar decisiones, tener una visión lo más completa posible de cada asunto para luego ser capaces de distinguir si estamos ante una verdad o una falsedad, ante una propuesta justa o injusta.
Muchas veces, después de haber considerado algo como beneficioso, descubriremos que era dañino: el error es tristemente parte de nuestro camino humano.
Pero siempre existen posibilidades para reenderezar el camino, abandonar aquello que está entre las cosas negativas, y volver a indagar prudentemente cuáles sean las cosas positivas que ahora podemos acoger y realizar.
Entre las oraciones que nos ayudan a lo largo de la vida, encontramos la formulada por Salomón: “Concede, pues, a tu siervo, un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal…” (1R 3,9).
Con ese corazón seremos capaces de evitar engaños y decisiones perjudiciales, y estaremos en grado de acoger “todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio” (Flp 4,8).
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