Homilía del Cardenal Aguiar en la fiesta del Bautismo del Señor

“Es cierto que yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle las correas de sus sandalias, él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Lc. 3,16). 

¿Qué significa y por qué Jesús ha sido bautizado? ¿Si Él es el Hijo de Dios necesitaba ser bautizado? Es la primera pregunta que nos planteamos en esta celebración del Bautismo del Señor.

Segundo, si Jesús fue bautizado es porque tenía un misión y aquí encontramos precisamente la respuesta: la misión de Jesús al encarnarse, al hacerse uno de nosotros, era señalar un camino y un modelo de vida en donde la clave fundamental sea la relación con el verdadero Dios. No con el Dios que cada uno se imagina, no con el Dios que primitivamente los pueblos pensaron, sino con el verdadero Dios por quien se vive y de quien se recibe la vida. 

Esta es la misión del Mesías, Juan Bautista lo señaló a sus discípulos previamente al bautizo, diciéndoles que Jesús era el cordero de Dios. 

¿Por qué es bautizado Jesús?, porque en su Bautismo -distinto al nuestro-, él asume su misión como cordero de Dios. Es decir, conforme a la tradición judía, en la que él nace, los pecados se descargaban en un chivo, en un chivo expiatorio en el cual el pueblo de Dios, el pueblo judío, enunciaba sus pecados y los depositaba en ese cabrito mediante un rito, y lo dejaban ir al desierto. De ahí viene la figura del cordero expiatorio, del cordero que toma los pecados del pueblo y se va con ellos para limpiar al pueblo.

Desde esa tradición, Jesús asume también el título de ser el cordero de Dios, el verdadero cordero que sí carga, asume nuestras faltas, nuestros errores, nuestros pecados, pero no simplemente los asume para quedarse con ellos, sino para manifestarnos a través de Él, que a pesar de esas faltas, nosotros somos perdonados. 

Cuando tenemos una experiencia en nuestra vida, de conflicto, en donde ofendemos a una persona o a un grupo de personas, después decimos muchas veces: “no me he comportado bien, ofendí, dañé”, y nos arrepentimos. 

El Bautismo de Juan, el Bautismo del agua en el río Jordán, era para promover este arrepentimiento de nuestras faltas y desde ese arrepentimiento abrir la puerta al perdón. Siguiendo el ejemplo de nuestra experiencia podemos arrepentirnos de haber hecho algo mal, sin embargo, nuestro interior no se queda tranquilo sino hasta que va y pide perdón a quien ofendió. Y, sobre todo,  se plenifica cuando la persona ofendida nos dice “no te preocupes, yo te perdono”. 

Lo mismo pasa con la relación con Dios, nosotros en Jesucristo, por el Bautismo que recibimos, nosotros somos hijos de Dios y nuestra relación con Él es como con un padre amoroso que nos ama, que nos quiere y nos comprende y que en Cristo nos perdona. 

Este es el primer paso de lo que significa el Bautismo de Jesucristo. Asume como cordero de Dios nuestras faltas para presentarlas al Padre y poder recibir nosotros el perdón de Dios. Por el Bautismo que recibimos, recibimos ese perdón y la capacidad, como hijos en crecimiento, de seguirla recibiendo a través del sacramento de la Reconciliación. Cuando vamos a confesarnos con un sacerdote, él nos dice: “vete en paz, te perdono tus pecados”, lo hace en nombre de Cristo, el único mediador que garantiza el perdón de Dios. 

El segundo aspecto del Bautismo del Señor es que además de ser el Mesías, el cordero de Dios, es también el transmisor del Espíritu Santo, por eso dice Juan Bautista: “él es más poderoso que yo, él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego” (Lc. 3,16). 

No solamente nos perdona Dios a través de Cristo, sino que además nos da esa gracia fundamental para poder comportarnos como buenos hijos de Dios, la gracia de recibir el Espíritu Santo. Y por eso en la escena, Jesús mismo al ser bautizado por Juan (Lc. 3, 21-22), dice el texto que en forma sensible, en forma de una paloma bajó el Espíritu Santo y ese mismo Espíritu que a él como persona humana le dio la capacidad de afrontar todo sufrimiento, dolor y muerte en la cruz, de dar su vida por nosotros, ese mismo Espíritu nos transmite desde nuestro Bautismo. 

Por eso esta fiesta es muy hermosa, nos ayuda a recordar que no estamos solos, que estamos siempre acompañados por el Espíritu de Dios en nuestro interior y que si nosotros aprendemos a tener relación con el Espíritu Santo se fortalece nuestro propio espíritu, nuestro ánimo para ser como Jesucristo, para tener una actitud siempre comprensiva con mi prójimo, con los más cercanos, desde la familia, hasta el barrio, la colonia o la sociedad en general. Para tratar de entender que el otro es tan limitado como yo, es tan frágil como yo. Y que en ese Espíritu del Señor nosotros podremos también ofrecer siempre la comprensión y el perdón a los demás. 

Hoy pues, renovemos nuestra gratitud a Dios por ser sus hijos, por haber sido bautizados en el nombre de Cristo, por recibir el Espíritu Santo. Y que podamos también dar testimonio de la fuerza de Dios para, como nos decía la primera lectura, consolar: “Consuelen, consuelen a mi pueblo” (Is. 40,1-5), esta es la forma de consolarlo, esta es la manera de hacerlo, ofreciendo la gracia de Dios que nos ha dado al recibir nosotros el Espíritu Santo, este mismo Espíritu que transforma el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Jesucristo en cada Eucaristía. 

Démosle pues gracias al Señor Jesús por nuestro propio Bautismo. 

+ Carlos Cardenal Aguiar Retes

Arzobispo Primado de México.

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