En la tradición cristiana, y en general, de las religiones, la conservación de los recuerdos es un pilar de la fe. Si no hay memoria de los hechos pasados, ¿cómo se aquilata el pretérito?, ¿cómo se interpreta el presente? Y, ¿cómo se preparan los fieles para el futuro, de cara al final de los tiempos? ¿No fue la Torá dictada para recordar la Alianza? ¿Los Evangelios, para traer a la memoria el testimonio de Jesús? ¿No fue El Corán asimismo revelado para recitarlo, en orden a la salvación?
La Biblia cristiana es el lugar de la memoria: el origen, el linaje, los Mandamientos, los hechos heroicos, la diáspora, los éxodos, las profecías, la sabiduría; también, es el lugar de las palabras del mesías, según los evangelistas; es donde se halla la Revelación, los hechos de sus apóstoles y la apocalíptica. La palabra sagrada se transmite de generación en generación para que no muera. Así que, ¿cómo sobrevivirían las religiones del mundo sin su memoria? ¿Qué sería de los pueblos originarios de nuestra América, si no recordaran sus antiguos aprendizajes, su fe y modos de vivir?
La transmisión de la fe cristiana ha dado incontables muestras de arte a lo largo de siglos. Arte y fe no toman cada una su camino: la creación humana que habla con Dios eleva su ingenio hasta lo más alto.
Los salmos (mizmor), por poner un ejemplo, fueron versos para ser cantados y según los evangelistas, incluso Jesús entonó y salmodió (Mt 26,30; Mc 14, 26-28): lira, flauta, shofar, salterio, pandero, címbalos y la imprescindible voz humana comenzaron a ocupar su lugar en la estética judaica. La lírica cristiana, al salir de Israel para propagarse, debió combinar y asimilar nuevas voces, interpretaciones e instrumentos. La música se enriqueció; ya no solo como un acto de fe sino como una obra de arte, de confección humana, del hombre y de la mujer, del don. Al tiempo de establecerse las liturgias, como la Romana, la música estelarizó el ritual y proliferaron avemarías, glorias, aleluyas, y un largo etcétera. Aunque la música profana siguió su natural transmisión oral, la sacra tuvo la fortuna de permanecer conservada en abadías y monasterios. Además de misas, surgieron cantos gregorianos y antífonas, más otros géneros, que atestiguan las variaciones melódicas que constituyen la historia de la música sagrada.
Y así llegaron a América los salmos y toda la liturgia, previo paso por España. Las voces de los naturales y sus instrumentos, como el tambor y los caracoles o el palo de lluvia dieron aún más a la música. Arte y fe van de la mano.
Los cambios permitieron incorporar otras lenguas y desplazar el antiguo salmo en hebreo hasta llegar, como ha ocurrido, a cantarlo en maya. De los antiguos conventos, pasando por orquestas de cámara y hasta los grupos de ministriles, fueron naciendo más obras artísticas. Hernando Franco, en el siglo XVI, dejó un Magnificat el cual se conserva en el Museo del Virreinato, en Tepotzotlán; otros archivos o repositorios mexicanos como la Catedral Metropolitana guardan obras de decenas de compositores, como Tomás Luis de Victoria (creador de decenas de piezas polifónicas) o Rodrigo de Ceballos, o algunos famosos villancicos de sor Juana Inés. Un último dato: más de 300 piezas para órgano, de Gaspar Fernandes, son preservadas en la Catedral de Oaxaca. Su repertorio incluye himnos, motetes, romances y salmos —escribiendo de ellos—, como el 109, “Dixit Dominus”.
Como se aprecia, cada época estética aportó su riqueza. Y así seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. La lírica cristiana es una de las más grandes aportaciones a la historia de la humanidad. Sin música ni poesía, más allá o más acá de Dios, el hombre no sabría manifestar lo que su corazón siente.
En decenas, cientos de pequeños templos, en obispados, en bibliotecas remotas, en las arquidiócesis de todo México están esas obras esperando diletantes, con la paciencia de Job, a ser descubiertas y vueltas a la vida. Es arte que merece revivir y que la Iglesia Católica bien podría poner al alcance de todos. El arte nos salva y nos salvará. El arte es paz y los artistas son diáconos de la belleza.
*Beatriz Gutiérrez Müller es profesora e investigadora del Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Fue nombrada titular del Consejo Honorario de la Coordinación Nacional de Memoria Histórica y Cultural de México.
Este texto pertenece a nuestra sección de Opinión, y no necesariamente representa el punto de vista de Desde la fe.
Publicar un comentario