Hoy, por eso, celebramos a la Virgen de Guadalupe, Emperatriz de América y Patrona de México. Le damos gracias por el milagro de dejar su imagen grabada en aquella sencilla “tilma”, y por el milagro de haber dejado su rostro grabado en nuestros corazones, en el alma de una nación, de nuestro Continente, de nuestra cultura y de toda la Iglesia. María de Guadalupe es señal irrefutable de cuánto Dios ama a sus hijos.
La historia de la Virgen del Tepeyac
Una década después de iniciada la conquista de México, los misioneros se encontraban frente a una difícil situación. El esfuerzo evangelizador a cargo de los misioneros españoles -por distintos y complejos motivos- no había producido los frutos esperados. Entre otras cosas, pesaba sobre la conciencia de los conquistadores innumerables pecados cometidos contra los indígenas, y las contradicciones propias de la ambición desmedida y el ansia de poder. En ese contexto, los misioneros experimentaban cierto desconcierto por las escasas o poco sólidas conversiones.
Sin embargo, contra cualquier cosa que podría haberse esperado, el 9 de diciembre de 1531, la Madre de Dios cambiaría definitivamente el curso del proceso de evangelización, y lo haría de manera radical. María Santísima, en el lugar llamado Tepeyac, se le apareció a un humilde indio chichimeca de nombre Juan Diego, convertido al cristianismo. A los ojos del buen Juan Diego, se trataba de la “Señora”. Mientras que Ella, suscitando paz en el corazón del indígena, se presentó a sí misma como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios”.
La Virgen le encomendó a Juan Diego que le pidiese al obispo capitalino, el franciscano Juan de Zumárraga, que mande construir una Iglesia, dedicada a Ella, en el lugar de la aparición. Juan Diego comunicó el pedido de la Madre de Dios al obispo pero este no le creyó. En una aparición posterior, la Virgen le pidió a Juan Diego que insistiera. Al día siguiente, Juan Diego volvió a encontrarse con el prelado, sin lograr que este cambie de posición.
El martes 12 de diciembre, la Virgen se presentó nuevamente a Juan Diego, dándole palabras de consuelo y esperanza. Juan Diego, reconfortado, le confesó a la Virgen que tenía a su tío muy enfermo. Ella, entonces, le pidió que subiera a la cima del monte de Tepeyac, que recogiera flores y se las trajera. Aunque el pedido pudiera parecer descabellado -era invierno-, San Juan Diego obedeció. Al llegar encontró un brote de flores muy hermosas, las colocó en su tilma y se las llevó al Obispo, tal y como la Virgen se lo había pedido.
Estando frente al Prelado, San Juan Diego desplegó la parte delantera de su “tilma” dejando descubrir su carga. Las flores cayeron, pero algo inesperado ocurrió: en el tejido de la tilma había quedado impresa la imagen de la Virgen María. Frente a los ojos de Mons. Zumárraga y de los ocasionales testigos de la escena era, por decir lo menos, inusual. La imagen mostraba a la Virgen María aparecía como una mujer de tez morena, con rasgos mestizos; adornada como una reina, de pie sobre una media luna y sostenida por un ángel. Los presentes cayeron de rodillas impactados por aquello que estaban viendo. Mons. Zumárraga, conmovido, pidió perdón por su actitud inicial.
Al día siguiente, el Obispo, acompañado de Juan Diego, visitaría el lugar de las apariciones en el monte del Tepeyac. Allí, dio la orden para la construcción del templo, mientras los primeros hombres se ofrecían para realizar la obra, pedido expreso de la Virgen. Luego, Juan Diego se marchó presurosamente a ver a su tío Juan Bernardino, que había estado muy enfermo. Al llegar lo vio recuperado, de pie y evidenciando salud. ¡La Virgen había hecho el milagro! Juan Bernardino le contó a su sobrino que había visto a la “Señora” y que Ella le había pedido que contara de su curación al Obispo.
Significado
La presencia de la Virgen de Guadalupe en aquel momento y a lo largo de la historia de la Iglesia en América ha representado una fuente de fuerza inagotable, capaz de renovar una y otra vez el impulso evangelizador. Desde el momento de las apariciones, la Virgen se convirtió en la protagonista y la artífice de la reconciliación entre nativos y españoles, entre las culturas originales y la cultura occidental. María de Guadalupe es el catalizador del más rico y floreciente mestizaje; la prueba de que el Evangelio puede hundir sus raíces en las culturas, humanizarlas y coronarlas de grandeza; el sello indeleble de que la Buena Nueva es para todos. En los 7 años posteriores a las apariciones, millones de indios se convirtieron a la fe católica. Fue una eclosión de la fe que evoca la predicación de los Apóstoles después de Pentecostés.
Cada año, alrededor de 20 millones de personas visitan el Santuario de la Virgen de Guadalupe. Solo en los días cercanos a las celebraciones se calcula que pueden ser hasta tres millones los devotos que llegan al encuentro de la Virgen.
“Mucho quiero, ardo en deseos de que aquí tengan la bondad de construirme mi templecito, para allí mostrárselo a ustedes, engrandecerlo, entregárselo a Él, a Él que es todo mi amor, a Él que es mi mirada compasiva, a Él que es mi auxilio, a Él que es mi salvación”... “Porque en verdad yo me honro en ser madre compasiva de todos ustedes, tuya y de todas las gentes que aquí en esta tierra están en uno, y de los demás variados linajes de hombres, mis amadores, los que a mí clamen, los que me busquen, los que me honren confiando en mi intercesión. Porque allí estaré siempre dispuesta a escuchar su llanto, su tristeza, para purificar, para curar todas sus diferentes miserias, sus penas, sus dolores” (Palabras de la Virgen de Guadalupe a San Juan Diego).
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