Polémicas matrimoniales (VIII): Respuestas de D. Joan Carreras del Rincón


Joan Carreras En el último artículo de esta serie, analicé tres artículos de D. Joan Carreras del Rincón sobre el matrimonio que, a mi entender, contienen errores teológicos importantes. Por supuesto, ese análisis da por hecha la buena fe de D. Joan y su deseo de mantenerse fiel a la enseñanza de la Iglesia.


Elegí una forma pública de hablar sobre sus tesis, ya que públicas eran esas tesis. Si D. Joan se hubiera limitado a exponerlas a compañeros canonistas, no hubiera tenido sentido una respuesta pública, pero al escribir públicamente y, además, no presentarlas como especulaciones sino como la verdad sin más, parecía conveniente responder a ellas públicamente, para evitar daño a los fieles. De hecho, escribí mi primer post a petición de varias personas preocupadas por sus escritos y por el efecto que pudieran tener en los lectores.


En este escrito, resumo en primer lugar los errores que considero que existen en los artículos originales de D. Joan, para mayor claridad, y luego valoro sus respuestas, “Carta abierta a Bruno Moreno” y “No estoy jugando al mus“.


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En primer lugar, de sus artículos se deduce en la práctica una negación del poder de la Iglesia de establecer la obligatoriedad de la forma canónica bajo pena de nulidad. En su post sobre el ejemplo de una pareja ecuatoriana que prescinde del matrimonio canónico para “no perder la libertad”, D. Joan aprueba las ideas erróneas de la pareja de que, en realidad, estaban casados sin necesidad de esa forma canónica exigida por la Iglesia. Se trata de un importante error de fide contra lo definido por Trento sobre la potestad de la Iglesia con respecto a los sacramentos y, como tal, profundamente antievangelizador.


En segundo lugar, se aplica mal el principio de que “la realidad es superior a la idea”. En el artículo sobre la pareja ecuatoriana mencionado, D. Joan afirma que la nulidad por falta de forma canónica es simplemente lo que “los curas dicen” (y D. Joan apostilla “pues que lo piense[n] así”), pero la “realidad” es que la pareja lleva veinticinco años casada. Frente a eso, hay que decir que la nulidad por falta de forma canónica no es una “idea”, sino una realidad, en virtud del poder real de la Iglesia sobre los sacramentos (fuera de su esencia) definido dogmáticamente por Trento. O hay matrimonio o no lo hay. Y la nulidad (ya sea por falta de forma canónica o por otros motivos, como veremos en el siguiente apartado) significa que no lo hay. Habrá otras cosas, pero no matrimonio. D. Joan da la vuelta al principio y confunde, por un lado, las ideas erróneas de la pareja con la realidad y, por otro, la realidad de la nulidad por falta de forma canónica con meras ideas.


En tercer lugar, identifica o al menos hace equivalentes en su artículo la mera convivencia con el matrimonio, dos cosas que son evidentemente diferentes y siempre lo han sido, también antes de Trento o del IV Concilio de Letrán. Para que se dé el sacramento del matrimonio es absolutamente necesario que haya, de alguna forma, un intercambio de consentimiento matrimonial, por el que los contrayentes se dan y reciben mutuamente como esposos (cf. canon 1057 § 1). En cambio, cuando, en circunstancias normales, una pareja decide expresamente no casarse debe suponerse que no quiere casarse y por lo tanto no existe ese intercambio de consentimiento matrimonial. No hay, por tanto, matrimonio.


La “pérdida de libertad” que motiva en el ejemplo de D. Joan la decisión de no casarse por la Iglesia es, precisamente, una muestra de la intención de no contraer realmente matrimonio. El consentimiento matrimonial necesario incluye las propiedades esenciales del matrimonio (cf. canon 1101 § 2). Cuando una pareja no se casa para no perder la libertad está rechazando la indisolubilidad matrimonial (porque no quiere formar una “alianza irrevocable”, cf. canon 1057 § 2) y no solamente la forma canónica.


En cuarto lugar, menosprecia el Concilio de Trento y la práctica de la Iglesia en la actualidad y durante los cinco últimos siglos. Decir que “la moral puritana entró en la Iglesia de la mano de la institución de la forma canónica” en el matrimonio, hablar de la lamentable “actitud negativa existente desde tiempos del Concilio de Trento” y afirmar que “las leyes que regulan la pastoral matrimonial tienen raíces puritanas” resulta escandaloso para oídos cristianos, coloca al autor por encima de la Iglesia y, a mi entender, descalifica el análisis que pueda hacer de la cuestión. Los términos tan despectivos utilizados con respecto a la práctica de cinco siglos de la Iglesia en esta materia provocan el desconcierto en los fieles y fomentan que no se acate esa práctica. La actitud para con la práctica canónica de la Iglesia y con sus tradiciones, incluso en los aspectos perfectibles, debe ser siempre respetuosa y constructiva, de reforma en la continuidad y no de ruptura.


En quinto lugar, propone la eliminación práctica del requisito de la forma canónica para el matrimonio, una propuesta admisible, pero a mi juicio imprudente. La Iglesia da razones muy importantes para esta práctica (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1631): el matrimonio sacramental es un acto litúrgico y conviene que se celebre en la liturgia; el hecho de que introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos; la necesidad de certeza sobre él, y la protección que supone para el propio consentimiento y para la fidelidad al mismo el carácter público del “sí”. Además de eso hay que señalar que, probablemente, estemos en el momento menos apropiado de la historia para eliminar la obligatoriedad de la forma canónica, ya que el matrimonio natural nunca ha estado tan devaluado y nunca se ha asimilado tanto a la convivencia provisional.Pretender precisamente ahora que la Iglesia se aproxime a la práctica del mundo para el matrimonio sacramental es una manifiesta imprudencia. D. Guillermo Juan Morado ha indicado también esto en su artículo “En defensa del decreto Tametsi”.


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En cuanto a las respuestas de D. Joan a mi primer escrito, creo que lo primero es agradecer que haya tenido la deferencia de responder. Como es lógico, yo también deseo que nuestro cruce de escritos no sea una disputa entre enemigos, sino una conversación entre hermanos en Cristo, que pueden equivocarse pero que desean ser fieles a lo que enseña la Iglesia.


Había comenzado a responder a sus respuestas analizándolas punto por punto, pero creo que no es conveniente, porque, como reconoce el propio D. Joan, él no responde en ellas a ninguno de los argumentos dados por mí, así que no tiene sentido darles demasiadas vueltas.


Indica D. Joan en su último artículo que reflexionará sobre las indicaciones que he hecho e intentará responder a ellas en el futuro. Estupendo. Como es lógico, en este tipo de debates no se trata de “ganar” o “perder”, sino de que resplandezca la Verdad, que es lo que nos salva. El matrimonio es una alianza sacramental, irrevocable, ante Dios y ante los hombres, una entrega total y definitiva, el origen de las Iglesias domésticas, la vocación de la gran mayoría de los católicos, la cuna privilegiada de la vida y un signo ante el mundo del amor de Cristo por su Iglesia. Por eso mismo es algo muy serio y hay que ser muy cautelosos para no apartarnos de la voluntad de Dios y de lo que enseña la Iglesia, aunque vayan a contracorriente de lo que piensa y practica el mundo. Ya sabemos que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres. Distan tanto entre sí como el cielo de la tierra (cf. Is 55,8-9). En cualquier caso, me gustaría aportar un par de pensamientos a esa reflexión que promete en sus artículos.


No creo que sea correcto decir, como se hace en sus dos últimos artículos, que todo deba discutirse hoy mediante precisamente esos cuatro principios que menciona D. Joan (el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es mayor que la parte), como si fueran los principios fundamentales y básicos del pensamiento católico, cuando no son más que su propia selección entre los muchos principios presentes en la exhortación EG y en los demás documentos papales y tienen una importancia totalmente dispar. Igualmente podríamos añadir otros principios diferentes, como por ejemplo el culto a la verdad (EG 146), la enseñanza de la Iglesia (EG 182), la confesión de la fe (EG 178) y el contexto litúrgico (EG 137).


También me parece erróneo contraponer la defensa del dogma ante los errores actuales y la necesidad de que la verdad se presente según las exigencias de nuestro tiempo, cuando es evidente que ambas cosas no sólo son compatibles, sino complementarias. El más evangelizador de los apóstoles anatematizaba a quien enseñara, aunque fuera un ángel bajado del cielo, una doctrina distinta a la apostólica (cf. Gal 1,8-9). No se me ocurre nada menos pastoral y menos evangelizador que un error. De nada sirve que los hombres acepten gustosos lo que proclamamos si eso que proclamamos no está de acuerdo con la Revelación transmitida por la enseñanza de la Iglesia. Fue alguien tan poco sospechoso de oscuros dogmatismos como el mismo Cristo quien dijo que, si un ciego guía a otro ciego, los dos terminarán en el hoyo.


Quiero reiterar una vez más que mantengo la suposición de buena fe en las palabras de D. Joan, como corresponde a cualquier conversación entre católicos, que le agradezco sus respuestas y que aprovecho para pedirle su bendición.



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